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Una persona extraordinaria

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La santidad se vive y se contagia. Y ésta ha sido la huella indeleble que Juan Pablo II dejó en tantos hombres, pues, como su Maestro, «pasó haciendo el bien».

Juan Pablo II, el Magno, fue una persona con talentos excepcionales. Desde su juventud sobresalió en la literatura, las lenguas, la historia, la poesía, el teatro, la filosofía… Pero, sus dotes no le sirvieron para ventaja propia, sino que colaboraron en bien de su misión en la Iglesia y en el mundo.

¡Cuánta fuerza emanaba de su enjundiosa expresión! La plaza de San Pedro aún conserva los ecos de su primer saludo: «No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo». Un Papa venido de una tierra marcada por el terror, la opresión y la persecución gritaba al mundo: ¡confianza, no temas!

Durante toda su peregrinación en la tierra, la sombra del dolor acompañó su vida.

Mientras estudiaba en su amada Wadowice, vivía a media hora del campo de concentración de Auschwitz, donde se efectuaban tantos abusos contra la vida. Polonia no tenía libertad y el dolor y la muerte marcaban a toda la nación. Pero un santo vive unido al Señor en las buenas y en las malas, creyendo con soltura y abandonándose en las manos de la Providencia. Así lo hizo Karol.

¡Cómo no recordar ése último testimonio del Papa sufriente y a la vez gozoso en el Señor! Él mismo, en el año 1994, improvisadamente comunicó al mundo parte de su gran misión: introducir a la Iglesia en el tercer milenio de la era cristiana. Indudablemente, Juan Pablo II nos ha introducido en él por medio del dolor.

Cuando fue perdiendo su voz, la movilidad y su expresión, y estaba más marcado por el sufrimiento físico, se dieron entonces los momentos en que más habló al mundo. Su última bendición, silenciosa, e impartida desde su balcón, será una imagen imborrable en nuestra memoria.

Juan Pablo II, abrazado amorosamente a la cruz de Cristo en los últimos días de su peregrinación, se mostró hermano y testimonio de esa santidad experimentada en Cristo y en la Iglesia. Bien afirmó Benedicto XVI de él: «nos dejó una interpretación del sufrimiento que no es una teoría teológica o filosófica, sino un fruto madurado a lo largo de su camino personal de sufrimiento, que recorrió con el apoyo de la fe en el Señor crucificado».

Aquel último aplauso, prolongado durante varios minutos, antes de ser retirado de la plaza de San Pedro, verifica el afecto, la emoción y, más que nada, la creencia en la vida eterna del pueblo de Dios. Ya lo dijo su Sucesor: «Quien cree, nunca está solo; no lo está en la vida ni tampoco en la muerte».