Él quiso ponerse en diálogo con el mundo y decirle al hombre de hoy que exhibe el cuerpo y se ríe de la pureza.
Hace años, en 1972, una estudiante belga de 17 años escribía en el apartado “Cartas a Dios” de L’Osservatore Romano sobre la pornografía pública, fenómeno hasta poco antes desconocido, que entonces comenzaba a extenderse:
«Todas las imágenes estúpidas que se ven dondequiera que vuelvas la vista, en los muros de la ciudad, a la entrada de los cines, toda esta publicidad que expone a chicas semidesnudas o en poses provocativas, ¿por qué se toleran? Dañan un sano juicio y enturbian el espíritu, afean las cosas más íntimas y más naturales».
Quizá hoy estas palabras nos hacen sonreír. Hasta tal punto vivimos envueltos en un mundo erotizado que nos llama la atención que alguien se dé cuenta o que lo encuentre raro.
Con este mundo quiso ponerse en diálogo Juan Pablo II, gran pensador, tratando sin inhibiciones del amor físico conyugal, de su sentido y su fin. A él dedicó las catequesis de los miércoles entre 1979 y 1984. Una vez que se entra en el lenguaje de su teología, la lectura de estas catequesis resulta toda una experiencia por su gran profundidad y belleza.
El análisis penetrante del Papa nos permite hoy afrontar el problema que señalaba la joven belga. Cuando, antes del pecado original, el hombre y la mujer se miraban desnudos, en el cuerpo del otro veían a alguien, veían a una persona. Después del pecado, la mirada ya no llega naturalmente a la persona; se detiene en el cuerpo, convertido en puro objeto de deseo. De ahí nace el pudor, la necesidad de cubrirse, para seguir siendo mirados como personas.
Por otro lado, Juan Pablo II ve en la diferencia y complementariedad del cuerpo humano masculino y femenino una llamada a donarnos inscrita en nuestra naturaleza. Nuestro cuerpo nos dice: «date cuenta de que estás llamado a entregarte y que sólo en la entrega sincera de ti te realizarás y serás feliz».
Por eso, cuando en el matrimonio el hombre y la mujer se unen, según la voluntad de Dios, para ser «una sola carne», la unión de los cuerpos contribuye a lograr la unidad espiritual de las dos personas, que es tarea de toda una vida.
El Papa se da cuenta de que, en el fondo, la pureza o impureza se juega en el corazón humano, en el modo de mirar: «Quien mira a una mujer para desearla, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Es un apelo de Cristo a educarnos en la pureza, que consiste en negarnos a convertir al otro en una cosa dentro de nosotros.
La educación en la pureza es una tarea de todo hombre y mujer, pero una tarea profundamente gozosa. Una cosa es la satisfacción momentánea de las pasiones y otra muy diversa la alegría íntima que el hombre encuentra en la posesión plena de sí mismo, que le permite convertirse en don para la otra persona.
Son éstas unas breves notas de la teología del cuerpo de Juan Pablo II. Él quiso ponerse en diálogo con el mundo y decirle al hombre de hoy que exhibe el cuerpo y se ríe de la pureza: «te parece que exaltas el cuerpo y en realidad lo degradas al nivel de una cosa; el cuerpo vale mucho más que eso. Haz la prueba: aprende tú también a valorarlo».