Se confundió al público de todo el mundo, haciéndole ver a un «pastor alemán» donde había un amoroso padre y un maestro de inigualable bondad espiritual.
Mucha gente pensaba que el cardenal Ratzinger, al ser elegido y tomar el nombre de Benedicto XVI, iba a dejar deprimidos a montones de católicos. Se decían muchas tonterías en torno a su biografía, su pasado, su inflexibilidad y su dureza en torno a la doctrina de la Iglesia.
Por una rara y desesperante tendencia de la prensa, la madurez intelectual, la reciedumbre en cuestiones de fe, se confundió al público de todo el mundo, haciéndole ver a un «pastor alemán» donde había un amoroso padre y un maestro de inigualable bondad espiritual.
La homilía de la Misa para elegir pontífice, su breve mensaje desde el balcón de San Pedro al ser electo, su primer mensaje y los gestos simbólicos al recibir el anillo de Pedro, el encuentro con los jóvenes en Colonia, el Sínodo sobre la Eucaristía, el anuncio de la reunión del CELAM en Brasil, su extraordinaria encíclica «Dios es amor» y sus «salidas» del Vaticano a platicar con el tendero de la esquina, han ido variando (aunque muy poco) la opinión de los comunicadores y mucho, muchísimo, en el cristiano de a pie.
Para los obispos mexicanos, y quienes tuvimos la oportunidad de acompañarlos en la visita «ad limina» de septiembre de 2005, la sonrisa del Papa, su afabilidad, su cultura, su enorme bondad y su agilidad mental nos hicieron patente que el sucesor de Juan Pablo II es el soplo del Espíritu Santo sobre la Iglesia, para continuar su mandato de salvar almas.
En el plano estrictamente personal, tuve el inmenso gozo de recibir de Su Santidad una misión a seguir; misión que tiene que ver con el periodismo católico como apoyo fundamental a la Iglesia profética. Me pidió que no lo olvidara, con una sonrisa contagiosa y un apretón de manos que reflejan su personalidad: un ser humano comprensivo, agudísimo en su concepción del mundo actual y conocedor, como pocos, de los problemas del relativismo moderno.
Un año de gracia en el que la Iglesia ha tenido timón seguro, ascendente, capaz de engrandecer la herencia de Juan Pablo II. «El carácter —dijo una vez el general Charles De Gaulle— consiste ante todo en no dar importancia al ultraje o el abandono de quienes están con nosotros». A Benedicto XVI, tanto ataque infundado, tanta calumnia sin bases, tanta traición de los propios católicos, no le ha hecho mella. Al contrario, ha fortalecido su amistad con el corazón humano y su cercanía con el latido de Dios.