Ante una maternidad conflictiva el Estado debe fomentar una cultura de la vida como valor permanente.
Un reciente debate televisivo, me ha llevado a reflexionar sobre el tema de por qué ha habido en un año 85.000 abortos en España. Es constatable que una parte importante, cada vez mayor, de la comunidad científica considera que en la concepción comienza una nueva vida; el feto es un ser humano, con un patrimonio genético irrepetible. Además, jurídicamente, en muchos Estados el aborto ha sido y es considerado un delito; por ello, aunque en varios se han despenalizado algunos supuestos, no se puede hablar del derecho a abortar.
Ninguna mujer quiere abortar (aunque las estadísticas hablan de mujeres que han abortado cinco o más veces), sino más bien se ve abocada, muchas veces, a ello por soledad, falta de recursos económicos, de convicciones firmes, etc. Pero, a la vez, toda mujer sabe que el dolor físico o psíquico no justifica quitar una vida humana porque el fin no justifica los medios. La sociedad no quiere abortos, los tolera en determinados casos y es indulgente con la adolescente embarazada. La antigua vergüenza de ser madre soltera se ha reducido mucho, mientras se extienden las presiones a futuras madres (sobre todo solteras, especialmente adolescentes) planteando que "no hay otra salida". Por el contrario, en muchas ocasiones, el propio entorno social se ensaña con las madres que en situaciones difíciles siguen adelante con su embarazo.
El aborto puede resultar muy tentador cuando se piensa que el problema es el embarazo y que, zanjándolo por la vía rápida, se acaba ese problema: nadie descubrirá tu actividad sexual, no hay que decidir quien se queda con el futuro hijo y se puede seguir como si nada hubiera pasado. Sin embargo, como el aborto va contra el arraigado instinto maternal, muchas mujeres que abortan quedan marcadas por esa experiencia, a veces para siempre: padecen reacciones sicológicas nuevas, recuerdan intensamente el momento del aborto, piensan en niños pequeños, etc., y tienden a tomar sustancias, a veces nocivas, para paliar esa tensión. Hay mujeres que ocultan este trauma durante años hasta que algo les hace explotar; a menudo un nuevo embarazo: ver la imagen de su futuro hijo de 9 semanas en una ecografía les hace darse cuenta de que el aborto se hizo con alguien igual de vivo, que eso no es un quiste sino su hijo.
Ante el dilema del aborto o la vida, el Estado no puede ser neutral. En un Estado de derecho, que coloca los derechos humanos en la base de su arquitectura constitucional, nada más lógico que apostar por la vida, sobre todo la más indefensa. Si queremos ser cada vez más civilizados tendremos que encontrar otras formas de resolver los problemas. Hay un clamor, casi unánime, por una política generosa para prevenir los abortos. Algunos proponen que, igual que se hace un plan nacional antidroga para atajar el mal de la drogadicción, ¿por qué no se hace otro plan semejante para frenar la cultura de muerte del aborto, que tanto daña a hombres y mujeres y al bien común de este país?
Pero ¿qué hacer con esa adolescente que biológicamente es apta para ser madre pero que socialmente es inmadura? ¿O con aquella pareja que no se ha planteado el matrimonio ni tener un hijo que haría añicos sus estudios, su trabajo, etc.? Ante una maternidad conflictiva el Estado debe fomentar una cultura de la vida como valor permanente, promover una educación afectivo-sexual global, no meramente biologicista sino responsable, explicando los diversos tipos de riesgo que comportan las relaciones sexuales; una buena información sobre la adopción y sus modalidades; ampliando las ayudas sociales a madres solteras, etc. Lo que no es admisible, porque es falso, es vender la "bondad" del aborto como salida de emergencia sobre todo para los que se denominan "embarazos no deseados" de los jóvenes.