No todos los días podemos leer una declaración de amor tan entrañable y llena de esperanza.
Debo reconocer, sin el más mínimo rubor, que estoy totalmente enganchada a la sección “Cartas al director” y que desde hace años es lo primero que leo cuando tengo un diario entre mis manos.
La verdad es que no sé muy bien por qué. Tal vez sea porque es la sección más cercana al ciudadano y en ella se sienten protagonistas o, quizá, porque son el reflejo de la sabiduría popular tan necesaria en estos tiempos que corren.
Lo que sí es verdad es que, al leer una de esas cartas, me imagino a su autor en la intimidad de su hogar delante del ordenador y dispuesto a hacernos una confidencia, a abrirnos su corazón para contarnos sus experiencias y sus sentimientos. Y es en ese mismo instante cuando se crea una especie de vínculo, una relación cercana e íntima con los lectores del diario que resulta maravillosa y difícil de definir.
El autor tiene muy claro que con su carta realiza una aportación incondicional, con la que intenta ayudar a mejorar la sociedad en la que vive. Es consciente de que, tal vez, no se la publicarán y que, por lo tanto, puede que nadie la lea, pero le da lo mismo, no le importa. Se siente satisfecho de hacer oír su voz.
Las reprimendas a nuestros políticos, ceder los asientos en el metro, las criticas a los jóvenes del botellón, el fútbol, los problemas diarios con el tráfico… son algunos de los temas que cada día podemos encontrar en esta sección. Ahora bien, no todos los días podemos leer una declaración de amor tan entrañable y llena de esperanza como la que P. Mielgo le dedica a su madre enferma:
“Mi madre tiene parálisis cerebral que le afecta a una parte del cuerpo: se le tiene que hacer todo. No puede hablar, pero mentalmente y afectivamente está bien…. Cuando estoy con ella le hablo con cariño.
Me escucha con sus ojos, pero como no puede hablar, con la mano que le funciona me coge la mía y la aprieta. Es duro no tener a nadie cercano que manifieste el cariño que todos necesitamos. De ahí la importancia…de que las leyes favorezcan a la familia.
El cariño no depende de causas ajenas, pero sí está condicionado por el desarrollo de los valores humanos. ¿Y qué valor más necesario que la solidaridad? Empezando por la propia familia. Nadie querría morir si se sintiera acompañado y querido”.
Un testimonio impresionante que da que pensar, ¿verdad?
Nadie duda y si alguno dijera lo contrario…¡¡¡miente como un bellaco!!! que el deseo de ser querido lo tenemos TODOS tatuado en el corazón, porque saberse querido es lo que da importancia a nuestra vida.
Cada mañana nos levantamos con la idea de ser queridos como hijo o como padre, como esposo o esposa, de sentirnos queridos como ciudadanos, clientes, vecinos, compañeros de trabajo… pero, sobretodo, de sentirnos queridos como enfermos.
¿Se imaginan cómo sería el mundo si viviéramos haciendo que los que nos rodean se sintieran queridos, acompañados y cuidados? ¿Cómo seria nuestra vida si hiciéramos que nadie de los que están a nuestro alrededor se sintiera indiferente? ¿Cuántos dejarían de pensar en acabar con su vida de forma “dulce y digna” y se darían cuenta de los besos que les queda por dar a sus nietos, las sonrisas que de él esperan sus amigos o las caricias y susurros maternales que necesitan sus hijos para continuar su camino?
Sólo tenemos que hacer el pequeño esfuerzo de ponernos en su piel y de hacer nuestras estas palabras de San Agustín: “… Tú estabas dentro de mí y yo fuera…Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera…”
Nota: Desde mi humilde opinión, debería darse un premio a esta sección de la prensa diaria. Yo sería la primera en votar por ella, se lo aseguro. Muchas gracias a todos.