Cuando entré por primera vez a visitar a los internos de la cárcel comprendí que Jesucristo caminaba por aquellas galerías, por el patio; se encontraba en la capilla, en los chabolos y en los rostros de las personas que estaban allí.
Hay momentos en la vida que sientes la necesidad de ser auténticamente agradecido y, reconocer los beneficios recibidos por alguien, especialmente los afectivos, es un deber moral aunque la ocasión pueda ser incomoda o "políticamente y socialmente incorrecta".
Esto es lo que me esta ocurriendo desde que conocí la semana pasada, la noticia del ingreso en prisión de un buen amigo.
Durante meses, incluso años, de él se ha dicho de todo: que si era un "gitano", que si él era el cabecilla que ordenaba mangonear y extorsionar a empresarios y banqueros, que si era un ladrón de guante blanco, qué se yo ., de todo.
Si los cargos que se le imputan son ciertos, debe cumplir su pena. Es lo justo. Aunque, personalmente no me interesa ni el porqué, ni el cómo, ni el cuándo, ni contra quién haya podido cometer los delitos por los que está en prisión.
Hoy, a pesar de todo ello, me siento en la obligación de demostrarle mi agradecimiento por haber estado a mi lado y haberme ofrecido su apoyo gratuito en momentos en los que todo el mundo que me rodeaba se alejaba de mi por comodidad, por no querer ensuciarse las manos en una situación que podía afectar a su prestigio social y económico, o, simplemente, porque socialmente no estaba bien visto.
Durante unos meses descubrí la bondad de un hombre que se dedicó a ayudarme con mi problema de forma desinteresada, porque le dio la gana. No tenía ninguna obligación de atenderme pero, cada vez que lo necesitaba ahí estaba él tendiéndome la mano, escuchándome, aconsejándome, haciendo de mi problema el mayor de sus problemas.
El nunca me abandonó y, se lo agradezco. Entonces, ¿cómo no le voy a ofrecer un rato de compañía, una sonrisa, o un simple "gracias", la palabra mágica, como dicen mis hijos?
Aún recuerdo, el testimonio que leí de Paloma Perez, una joven voluntaria que visitaba a los presos en la cárcel de Pamplona:
"En la cárcel he encontrado personas de muy buen corazón, ni peores ni mejores que los que estamos al otro lado de las verjas; y más de uno te da buenos consejos. Ellos te reciben bien, te acogen y enseguida se entabla una relación. Poco a poco se te van colando en el corazón y entran a formar parte de tus seres más queridos. Ahora que ya llevo cuatro años, aún me sigue llamando la atención el sentido del humor que se respira dentro; la persona, incluso en situaciones límites, crece y sabe sacar sabor a las cosas. También hay tiempo para el arrepentimiento y para hacer planes de futuro, primordiales para no perder la esperanza nunca. Aquello no es más que un mal paso.
Cuando entré por primera vez a visitar a los internos de la cárcel comprendí que Jesucristo caminaba por aquellas galerías, por el patio; se encontraba en la capilla, en los chabolos y en los rostros de las personas que estaban allí. Algunos de ellos, enfermos de sida, toxicómanos, con su familia rota, indigentes, con mucho dolor, sin libertad y con deseo de afecto y de una palabra de aliento. Son personas de carne y hueso como nosotros, que ansían afecto, aprobación y valoración, como tú y como yo. Ellos no pertenecen a la cárcel, sino al mundo tuyo y mío. Como dice un interno, "yo también soy persona"".