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Muy hombre y muy Dios

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Yo te invito, amigo, a que en estos días medites lo que constituye la alegría cristiana: el gran misterio de la encarnación del Verbo.

 

La inquietud del corazón humano nos lleva a profundizar, cada vez más, apenas advertimos que se puede encontrar un mendrugo de amor.

El problema es que a veces no sabemos descubrir dónde está el tesoro capaz de llenar totalmente el corazón y llevarnos a la felicidad por la que todos suspiramos. La Iglesia, en estos días, nos invita a penetrar en el misterio de la encarnación del que depende la redención, que Dios nos ofreció ya el mismo día en que Adán y Eva estropearon su plan en el paraíso terrenal.

Será conveniente examinar cómo vive estos días nuestra sociedad. En Navidad muchos actúan de la misma manera que lo harían frente al mar.

Mientras unos se contentan con bañarse en la orilla otros, en una barca, penetran kilómetros adentro. Incluso algunos, en grandes barcos, se adentran más y más para divertirse o pescar. Finalmente hay otros que bucean hasta las profundidades del océano descubriendo mundos maravillosos.

Mientras los primeros sólo descubren la belleza de las olas y la brisa del mar y el reflejar de la luz sobre el agua; los últimos descubren las maravillas que Dios ha puesto en la profundidad.

Tratándose de la Navidad hay muchas personas que se quedan también en las luces, en los juguetes, en los arbolitos, en los regalos, en la cena, en la ropa; pero es claro que no es eso lo que hay en la Navidad del Señor.

Benedicto XVI nos ha dicho que todos esos regalos navideños nos recuerdan el don por excelencia que el Hijo de Dios nos ha hecho de sí mismo en la encarnación. Dicho de otra manera, los regalos navideños son el símbolo del gran don que es Dios mismo que se entrega a los hombres y con esa alegría, sin duda, comenzó esta tradición en la Iglesia buscando detalles de belleza, de alegría y de compartir, como un signo externo de lo que abriga y regala la fe.

Yo te invito, amigo lector, a que no te quedes en la superficie de todas estas cosas que son bellas, que son incluso importantes, pero más que por sí mismas, son importantes porque nos recuerdan el don de la primera Navidad: Ese don es Jesús, Verbo encarnado.

Y hemos de tener en cuenta que Jesús es muy hombre, al mismo tiempo que es muy Dios. Que Jesús es muy hombre significa que tiene cuerpo y alma como todo ser humano. Sabemos, incluso, que por su humanidad es un descendiente de David, es decir, del prototipo del pueblo escogido.

Por ser hombre tiene memoria, entendimiento y voluntad como nosotros. La gran diferencia está en que Él no tiene persona humana. Por no tener persona humana precisamente, Jesús que es muy hombre, puede ser al mismo tiempo muy Dios; es decir, tiene una persona divina que con el Padre y el Espíritu Santo forman la
Trinidad que adoramos.

Por ser Dios Jesús nos redime y nos salva. Por ser Dios nos invita a compartir con Él el Reino de los cielos y para complementar nuestros conocimientos debemos añadir que Jesús, como Dios tiene también entendimiento y voluntad divinas no tiene memoria, puesto que todo la Divinidad todo lo tiene siempre en presente.

El gran secreto de la Navidad, por consiguiente, es descubrir, debajo de todos esos pequeños regalos que nos trae la vida y que nos traen estas fiestas tan especiales, la profundidad del don de Dios.

Es una pena que los hombres tantas veces nos quedemos en la periferia y en lo accidental como quien se queda en el estuche, olvidando la perla que hay dentro.

Yo te invito, amigo, a que en estos días medites lo que constituye la alegría cristiana: el gran misterio de la encarnación del Verbo. Sin Él podríamos ser muy humanos y muy felices pero sólo en lo que corresponde a nuestra naturaleza temporal y mortal, es decir por poco tiempo.

Con Jesús, en cambio, las pequeñas felicidades trascienden el tiempo y duran una eternidad.

Vale la pena celebrar a fondo y con amor estos días grandes que conmemoran el comienzo de nuestra redención.