Son muy pocas las escuelas o universidades, por no decir excepcionales, donde se estudia al matrimonio, a la familia y, desde luego, a la paternidad.
Son muy pocas las escuelas o universidades, por no decir excepcionales, donde se estudia al matrimonio, a la familia y, desde luego, a la paternidad. Este arte-oficio no se nos enseña y vaya que estamos hablando de una de las más importantes y difíciles tareas, la de ser padres.
Esta importante vocación, por lo general, nos cae sin preparación previa. Por desgracia, lo poco que sabemos de cómo ejercerla lo aprendemos por medio de nuestra capacidad de observación, a través de lo que vemos y vivimos con las enseñanzas y el ejemplo de nuestros propios padres.
A diario hay decisiones importantísimas que deben tomarse y que marcarán en definitiva el carácter y el futuro de nuestros hijos.
Los niños, como todos los seres humanos desde muy pequeños, casi sin saberlo siempre están negociando. Si sus padres no saben trazar o distinguir la tenue línea que existe y marca la diferencia entre consentir y educar bien podrían estar contribuyendo a la formación, o mejor dicho, a la deformación de sus hijos, transformándolos, ¿por qué no decirlo?, en futuros delincuentes o en buenos para nada.
No se puede ni se debe complacer a los hijos en todo lo que quieran, y aunque pudiera hacerse significaría un grave error. Las limitaciones y las carencias siempre nos hacen apreciar más lo que se obtiene. Hay que distinguir, cosa que no es fácil, cuándo se debe ceder y cuándo no.
Hay que acostumbrar a los hijos a que se esfuercen para obtener lo que desean y hay que enseñarlos a estimar aquello que los ayuda.
Así, poco a poco nuestros hijos van creciendo. El llanto con que de pequeños expresaban sus exigencias se va metamorfoseando en un intrincado y complejo mecanismo de manipulación por medio del cual se busca y, muchas veces se obtiene, aquello que se quiere de los padres.
La sabiduría de estos últimos consistiría en poder descifrar y desmantelar los mecanismos de manipulación. Eso requiere, de un esfuerzo cotidiano, en el que se lucha por crear un diálogo honrado y sincero entre padres e hijos en el que se pida lo que se necesita, lo que hace falta y se entregue al mismo tiempo lo que fortalece, lo que edifica.
De todas las enseñanzas que los padres pueden dar a los hijos ésta es quizá la más delicada y encierra nada menos que la base principal de una relación honesta, en que ambos, padres e hijos, piensen en la otra parte antes de entrar en el diálogo sobre qué se pide y qué se da.
Qué triste ver a tantos y tantos padres que empiezan a dar sin límites y que acaban no sólo por arruinarse, sino, peor aún, por arruinar a sus hijos.
La pobre sabiduría de la vida diaria nos va enseñando que consentir a los hijos en la infancia y solaparlos en la adolescencia se vuelve, sin remedio, llanto y drama en su vida adulta.
Es mucho más importante estimularlos a que desde pequeños aprendan de las limitaciones, a que sepan tomar sus decisiones, a que se levanten con sus propias fuerzas después de un tropiezo.
Hacerles ver que la vida es así, que las cosas no son como queremos, sino como tienen que ser y hay que aprender a tomarlas de forma positiva. Hay que saber superarlas y superarse. Hay que comprender que no hay dinero que rinda y dure más que aquel que se ha ganado con esfuerzo. Hay que saber que muchas veces la verdadera felicidad se construye no con sonrisas, sino con lágrimas, disciplina y esfuerzo.
Por eso los padres tenemos que estar ahí, no para resolver los problemas, sino para orientar a nuestros hijos a tomar sus propias decisiones. No para que se haga nuestra voluntad como si ellos fueran unos juguetes, sino para contribuir a que los hombres y las mujeres del futuro sepan administrar y comprometer responsablemente su propia libertad.