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Mi corazón, campanita pascual

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Si el Señor resucitó  no puede haber un motivo más grande para alabar a Dios y compartir la alegría más grande de la humanidad.

 

La Iglesia de Jesús, su gran familia, se ha reunido para celebrar la Pascua.

Es de noche y se han apagado todas la luces del templo.

El sacerdote, con la ayuda de sus ministros, ha prendido una fogata a pocos metros de la puerta del templo.

La nueva llama amarilla juguetea revoltosa entre los leños.

A esa luz, encendida en medio de la noche, se acerca el cirio pascual. Se prende la nueva luz.

El simbolismo es claro: De las tinieblas de la muerte sale Jesús resucitado.

El sacerdote lleva entre sus manos con emoción el cirio, mientras canta por tres veces: “Ésta es la luz de Cristo”.

El pueblo emocionado, repitió: “Demos gracias a Dios”.

Llegados al altar, junto al cirio recién prendido, se ha leído el pregón pascual.

Este pregón, con las lecturas largas y profundas, es el resumen de la historia de la salvación:

Desde la creación, narrada en el Génesis, hasta la nueva creación, que comenzó con el nacimiento, muerte y resurrección de Dios encarnado.

Ha habido un momento de especial interés cuando yo prendí mi vela para responder al acto de fe.

El sacerdote preguntó a toda la comunidad: ¿Creen en Dios Padre todopoderoso;?

Yo no contesté “creemos”, porque aunque en aquel momento éramos multitud, yo estaba solo. La vela que tenía entre las manos era mía, la mía;

El fuego que se cimbreaba, movido por mi aliento al contestar, también era mío.

Todo aquello de “sí renuncio; sí creo”, me hizo sentir solo en medio de la multitud.

Por mi mente, con rapidez, pasó todo:

– ¿Apagaré mi vela y echaré a correr?

– ¿Me atreveré a renunciar sin hipocresía?

– ¿Tengo derecho a decir: “creo” con una fe tan débil como la mía?

La vela comenzó a temblar entre mis manos y al chorrear sobre ellas la cera derretida, como que me sacó de mi personalismo y me hizo escuchar la voz de cientos de personas que repetían con voz firme: “sí, renuncio; sí, creo;”

Yo también dije lo mismo. Unas milésimas de segundo más tarde que el resto, lo que me sacó de mí en mi mismamiento y me hizo sentir Iglesia.

Pensé: “yo soy débil pero con toda esta multitud sí puedo. Además, la Iglesia somos todos éstos juntamente con Jesús”.

Pensé más largamente: “soy Iglesia, soy un cuerpo místico formado por estos cientos de mi parroquia y por los miles y millones que en el mundo entero hoy repiten: ¡sí, creo;! Y, sobre todo, formo una unidad con Cristo resucitado”.

Salí del templo lleno de alegría. No sé por qué comencé a repetir: “¡Aleluya, aleluya, aleluya!”

El sacerdote nos había explicado que aleluya significa “alabad a Yavé”, “glorificar al Señor” y asumí esta verdad, porque además había recibido a Jesús en la comunión y estaba pletórico de fe y de alegría:

Si el Señor resucitó (¡y yo creo que resucitó!) no puede haber un motivo más grande para alabar a Dios y compartir la alegría más grande de la humanidad:

¡Verdaderamente ha resucitado el Señor!

“Jesús, primicia de los muertos, sabemos por tu gracia que estás resucitado. La muerte en ti no manda”.

Y me fui rezando por las calles mientras mi corazón, como una campanita loca, iba repicando y repitiendo: “¡Aleluya, aleluya, hoy el Señor resucitó!, ¡vivimos en un domingo eterno!

¡Feliz Pascua de Resurrección!