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Súplica al viento

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Por las noches escucho un canto melodioso perdido en la lejanía, proviene de un espíritu noble, que sin duda perteneció en vida a algún niño.

 

Por las noches escucho un canto melodioso perdido en la lejanía, cuyo eco se dispersa de la misma manera en que caen las hojas abandonadas a los caprichos del viento otoñal. Es un canto ahogado en suspiros. La voz, seguramente, proviene de un espíritu noble, que sin duda perteneció en vida a algún niño. Me han dicho que Dios permite que bajo circunstancias extraordinarias, la voz de los muertos se deje escuchar en el mundo de los que aún habitamos la tierra, y este consentimiento lo otorga sólo a algunas personas, entre ellas, a todas aquellas a las que no se les permitió expresar su dolor en vida, a aquellas a las que no se les reconoció su derecho natural, aquél del que hablaban grandes hombres, como Santo Tomás de Aquino o San Agustín de Hipona; derecho derivado de la justicia inmanente que prodiga el Señor, cuyos atisbos de luminosidad permean la escencia del ser humano, y en contra de los cuales algunos individuos luchan, sosteniendo batallas en todo contrarias al orden universal, propagando el mal e inclinando al espíritu a corromperse y a desviarse del camino del bien.

Ya mi alma se ha fundido en llanto con aquella ánima melancólica, pues, ¿sabes por qué sufre ésta última? Se duele porque nunca pudo mostrarle a su madre cuánto la amaba, y cuánto le agradecía la alimentación y el cobijo que ella le prodigaba. El niño vivió poco tiempo, pero cada minuto, cada hora, cada día que estuvo en contacto con aquella que le dio la vida, fue feliz, y la amó, en verdad la amó. Para ella eran sus oraciones, para ella eran sus bendiciones y sus mejores deseos. Ella era su hogar, ella era su sustento, y él era una extensión espiritual y carnal de aquélla.

Mas en el momento menos pensado, una ocasión a todas luces imprevista para el inocente, la madre pretende convertirse en juez divino, y decide que su hijo debe morir, y éste no logra comprender el motivo de aquella decisión, mas el niño aún no puede hacerse escuchar; no puede expresar sus temores y sus sentimientos; sólo acepta la sentencia fatal y arbitraria dictada en su contra. ¿Puede el inocente recurrir a alguien para ser auxiliado? No; aquél ángel se encuentra desvalido, y acata la resolución; acepta pagar por un pecado que nunca cometió, o por algún crimen que jamás perpetró. Y el juez se hace auxiliar por el verdugo. El procedimiento no importa para el primero, éste sólo busca el resultado, únicamente busca matar. El niño, que es puro, y que no tiene aún ninguna mácula mundana que lo envilezca dirige, antes de perecer, una oración al cielo, abogando por el alma de su asesina y agradeciendo aún el poco tiempo que le permitió ella vivir, pues durante aquel pequeño período, el primero disfrutó del enorme gozo que otorga la sensación de amar a la mujer en cuyo seno habitó.

El método letal ha consumado su última instancia: el niño ha perecido y su ánima se ha elevado al cielo, donde es aguardada por una Madre y un Padre amorosos, que le demostrarán incondicionalmente su cariño. Aún así, ruega aquel espíritu la venia de Dios para clamar por todos aquellos pequeños que, como él, han sido y serán traicionados por las mujeres cuyo cuerpo es el vehículo mediante el cual el Señor se vale para que vengan al mundo; a este valle de lágrimas.

Sí, amigo mío. Aquella melodía que se funde en sollozos, busca ser escuchada por todas las mujeres que contemplan, como solución egoísta, asesinar inocentes indefensos, cubriéndose con el ropaje que el existencialismo y el nihilismo más cómodo proporcionan al ser humano, refugiadas en el más absurdo de los relativismos morales.