¿Pasaríamos por bichos raros en este mundo? Probablemente.
En los inicios de nuestra fe, cuando éramos unos pocos, los demás sabían reconocernos.
Podían hacerlo con mucha facilidad.
Éramos como una antorcha que iba iluminando la oscuridad, un mar de esperanza en el que muchos querían navegar. Bastaba vernos para saber que seguíamos a Jesús. Teníamos un sello característico: “El Amor”.
A menudo pienso en ello y en estas palabras de Jesús: “Yo les digo a ustedes que me escuchan: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los maltratan. Al que te golpea una mejilla, preséntale también la otra. Al que te arrebata el manto, entrégale también el vestido. Da al que te pide, y al que te quita lo tuyo no se lo reclames”. (Lc 6, 27-30)
Leí la vida de un santo sacerdote al que asaltaron cruzando un bosque:
“danos todo lo que tienes”.
Y el santo vació sus bolsillos.
Cuando se marchaban, el santo les llamó:
“Esperen. Encontré otra moneda y no deseo mentir”.
Conmovidos por este gesto, los ladrones se arrodillaron ante el sacerdote, pidiéndole perdón. Le devolvieron todo y le prometieron en adelante cambiar.
Recuerdo un amigo que una vez dijo: “En mi corazón hay un sello. Y ese sello dice: Jesús”.
Este es el distintivo que debe identificar a cada cristiano. Tener a Jesús en el corazón y el alma.
Por algún motivo, pasé la mañana de ayer pensando en esto: “Si Jesús regresara hoy, ¿cómo reconocería a los suyos?” “¿Qué nos diferencia?”
Fui a misa por la tarde, con mi familia, y el sacerdote habló de ello. Fue increíble. Dios siempre sale al paso y te muestra el camino. Me encantan estas coincidencias suyas. Dos cosas me impresionaron: “Hasta en la forma de caminar se debe reconocer a un cristiano”. “El cristiano siempre está a la escucha de Dios”.
Durante la comunión, el coro cantó una canción a la que no le prestaba atención. De pronto escuché con detenimiento, como cuando te hablan de frente: “Si yo no tengo amor, nada soy”. Al llegar a la casa busqué la carta de San Pablo a los corintios. Cambié una palabra: “amor”, por “cristiano”. Y leí entonces: “El cristiano es paciente y muestra comprensión. El cristiano no tiene celos, no aparenta ni se infla. No actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira y olvida lo malo. No se alegra de lo injusto, sino que se goza en la verdad”.
Comprendí lo que nos diferencia: "El amor”.
La Madre Teresa tenía la clave que faltaba en mi búsqueda.
“¿Por qué hacen estas cosas?”, le preguntaron una vez.
Y ella, con gran serenidad respondió: “Lo hacemos por Jesús”.
Claudio De Castro (Panamá)