En estos días de incertidumbre mi hijo de tres años parece decirme que escuche a Dios en las mariposas que hablan bajito y en las abejas que hablan alto.
Mi hijo me cuenta que las mariposas hablan bajito, que las abejas hablan alto y yo le pido a Dios que me dé tiempo para seguir aprendiendo de su inocencia. Hoy, cuando probablemente el tirano agoniza, yo prefiero pensar en el futuro que pasa por los ojos limpios de mi hijo que no tendrá que aprender a mentir por necesidad.
Fui un niño de mi generación, no podía repetir lo que escuchaba en casa, lo bueno era malo, lo malo era bueno, y en esa partida terminó ganando lo que convenía decir, un ejercicio de supervivencia que embota la libertad hasta dejarla inerte. Un niño no debe soportar el peso de unas verdades "que no se pueden decir", ningún niño debe ser entrenado para tener dos vidas, dos respuestas, dos caras.
Recuerdo cuando me enseñaron en la escuela que sólo éramos materia evolucionada, una materia sin antes ni después, y yo, que vivía momentos muy difíciles me hundía en un gran abismo. ¿De qué vale vivir si venimos de la nada y vamos hacia la nada? No sé cómo le pueden enseñar estas cosas a un niño, un niño sin esperanza es un hombre enfermo.
Llegó la adolescencia en el "paraíso socialista" que se pretendía eterno, un paraíso sin alternativas, sin espacios, el lugar ideal para que las familias y las personas se fragmenten como granadas de película rusa. Yo pensaba que alguien vendría en mi ayuda y mi padre se atrevió a hablarme por primera vez de Dios, lo hizo como un acto de clandestinaje, como quien ensaya un remedio con poca fe. La mención de un Dios abstracto, que ahora me convenía conocer, no podía salvarme.
De aquellos años tengo una sensación de cansancio, de calor sofocante, de días que amanecen en vano. Es un tiempo que no tiene cronología, porque el dolor no se ajusta a medidas de espacio-tiempo. Una vida sin futuro y sin presente, esperando a salir de Cuba todos los años, todos los meses, con la ingenuidad de que la familia podía empezar otra vez. Sin capacidad de concentración en ningún estudio fue una época de expulsiones y rebeldías que me acercó demasiado al precipicio. He hablado alguna vez de estas cosas, pero es la primera vez que puedo escribir someramente de ellas, aún así estas palabras sólo son un esbozo, un tímido acercamiento a una zona oscura.
A pesar de todo, en el fondo de mi existencia me aferraba a la esperanza de que algo bueno iba a suceder; y vino Dios a mi encuentro, no sé por qué, pero desde entonces tengo la certeza de que Dios me quiere, que soy su hijo amado porque El así lo ha querido y en el tiempo he podido confirmar esta convicción.
Si me preguntaran por lo mejor de mi vida hasta aquel momento, tendría que decir que es el encuentro con la Verdad en la Iglesia Católica. Encontré en la Iglesia un lugar y con el tiempo ese sería mi lugar. Una Iglesia habanera que tenía los brazos abiertos y yo tuve la dicha de acercarme a ella en un tiempo de gracia. Corrían los días de la R.E.C. (Reflexión Eclesial Cubana) que culminaría con el E.N.E.C. Fue un tiempo luminoso que no les puedo describir con palabras.
Mucho se debate sobre el papel de la Iglesia en Cuba, sobre sus cartas pastorales, su compromiso social o su profetismo, yo pudiera escribir ampliamente de estas cosas pero prefiero contarles que la Iglesia es la parte visible de la roca donde me aferré para vivir una vida, cada vez más digna. La Iglesia en Cuba anuncia la Esperanza en un lugar que muere, yo vivo porque mucha gente escogió anunciar esa Esperanza, ofrecer su vida y yo les debo la mía.
Han pasado veinte años desde que me acogió aquella Iglesia habanera del E.N.E.C., en estos años somos muchos los que hemos sanado, el espíritu de estos eventos ha dado frutos, algunos de ellos son cuantificables, otros, los mejores, no lo son. No se pueden evaluar la esperanza, el ánimo, el espíritu, los valores. Son muchas las obras de una Iglesia perseverante, que dignifica la vida de los cubanos desde Oriente a Occidente , una Iglesia que continúa presente aún cuando tiene límites y cansancio, mucho cansancio. Haría bien aquí que se supieran las cosas cotidianas que allá se hacen, a veces tengo ganas de contarlas, sobre todo si escucho la crítica amarga de mis propios hermanos, pero ante el mal hay detalles que a pesar de todo es mejor no dar a conocer.
Mi hijos se divierten en la misa, son pequeños pero asocian la iglesia con un lugar en donde se está bien, ya saben de Dios y rezan en la mesa con sus padres todos los días, yo no tuve esa suerte y ellos la tienen. De niño yo veía las iglesias como lugares raros de los que nadie se atrevía a hablar. Pasaba por la iglesia de San Nicolás camino de mi escuela y me asomaba a las puertas entreabiertas y veía a la gente rezar, yo decía que era la casa de los locos, o no sé ahora si alguien me lo dijo. Tuve que crecer y llenarme de valor para buscar mis propias respuestas hasta llegar a una "casa de los locos" y atreverme a entrar.
Mis hijos, con el favor de Dios, no tendrán que pelear tanto para existir, ellos son el futuro, y yo veo Vida en sus ojos limpios. En estos días de incertidumbre mi hijo de tres años parece decirme que escuche a Dios en las mariposas que hablan bajito y en las abejas que hablan alto.
Eduardo Mesa (Cuba)