He aquí una palabra escasamente utilizada. El motivo por el que no se recurre a ella, es la falta de precisión acerca de su significado, y su ausencia en la práctica.
He aquí una palabra escasamente utilizada por los hispanohablantes en estos albores del presente siglo. El motivo por el que casi no se recurre a ella, es, sin duda, la falta de precisión acerca de su significado, y desde luego, su ausencia en la práctica, que podría ser la causa de muchos de los males, trastornos o retrasos que aquejan nuestra actual situación, como personas que vivimos en comunidad, como miembros de una sociedad, como seres humanos necesitados de un mínimo de relación interpersonal, de lazos de confianza para formar la estructura y la organización social.
Primeramente hemos de observar el término, para de ahí ponderar su validez, su concordancia entre la aplicación de ciertos signos que en la práctica son lógicamente otra cosa muy distinta, pero que podrían reflejarse fielmente en la palabra que nombra lo que es. Así pues, esta palabra está conformada en su raíz por dos términos de la lengua latina: “magna”, que se enuncia en latín como magnus, magna, magnum, para cada género, respectivamente, y que quiere decir magno o grande; y la otra parte de la palabra en cuestión, “animidad”, que es derivada de anima, que, como es bien sabido, significa alma. El resultado, ya en nuestra lengua española, es la palabra que le da título al presente escrito, esto es, la magnanimidad, que podríamos definir entonces como “grandeza de ánimo” o “grandeza del alma”.
Ciertos aspectos de la sociedad carecen definitivamente de la exaltación anímica, del impulso hacedor, transformador, o simplemente, de la “gana” de vivir o hacer lago más allá de lo mínimo y necesario que se puede hacer para cumplir cualquier tarea o misión.
«Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» nos dice el evangelio según San Mateo. Y bajo ese ideal de perfección y trascendencia muchísimas personas han vivido y han entregado su vida. Es nada menos que la vocación a la santidad. Es el llamado que Dios nos hace para que seamos buenos, pues la Bondad es sinónimo de esa perfección a la que se refiere el evangelio. Aceptamos que Dios es perfecto y es santo. Nosotros estamos llamados a ser santos y por ende, a ser perfectos. El ideal del cristiano no debe entonces perderse con la mediocridad y la ramplonería a la que el mundo nos incita constantemente. ¿Para qué esforzarse y sobresalir? ¿Para qué ser generosos, pensar en los demás, servir y entregarse, si no tenemos la certeza del Cielo o la otra vida?, pregona así nuestra circunstancia.
«Si alguno ha recibido el don del arte —decía Albino Luciani, Juan Pablo I— de la fama y de la riqueza éste tiene una obligación mayor de manifestar su gratitud a Dios mediante una vida buena. Ser de los “grandes” es también un don de Dios que no debe “subirse a la cabeza”, sino más bien impulsar a modestia y virtud». Y acaso por eso pensadores como Miguel De Unamuno o Pascal entendían la promesa de la Eternidad y buscaban con su vida trascender. Y acaso también José Ingenieros denunciaba al Hombre mediocre y Ortega y Gasset al Hombre-masa, para contraponer la vida de mediocridad a la vida de la nobleza auténtica o la grandeza de ánimo, es decir, la magnanimidad.
Julián Hernández Castelano (México)