Al aceptar la muerte ponían la propia vida en manos de un Dios que es misericordia, que acoge a sus hijos, que no permite que el mal derrote a sus amigos.
Fernando Pascual / GAMA
El verdugo desea el mal de la víctima. Ultrajar, golpear, herir, matar a un hombre inocente y desarmado es posible sólo desde un odio profundo, desde un anhelo perverso de daño.
Pero la víctima posee un alma, un corazón, una interioridad, que ningún verdugo podrá tocar. Sus certezas, sus convicciones, sus amores, son capaces de vencer el deseo de mal, de mirar la misma muerte con esperanza gozosa, de ofrecer un gesto de perdón al asesino.
Sócrates afrontó su muerte con una serenidad envidiable. Quienes le condenaron a la pena capital deseaban librarse de él, arrojarlo a sufrimientos denigrantes. Sócrates, en cambio, puso su confianza en la divinidad, acogió el “destino” con la certeza de que la muerte no puede dañar al inocente, porque si la permite Dios será para otorgar un bien más profundo.
Muchos cristianos de todos los siglos han afrontado el martirio con una paz profunda, quizá superior a la de Sócrates. Al aceptar la muerte, al ofrecer su cuello a la espada o su pecho a las balas asesinas, ponían la propia vida en manos de un Dios que es misericordia, que acoge a sus hijos, que no permite que el mal derrote a sus amigos.
El recuerdo de los miles de mártires en España y en el mundo entero abre un horizonte inmenso de esperanza. Para quien confía en Dios, para quien acepta que la vida es un preámbulo de un cielo inmensamente bello y justo, la muerte cobra un sentido nuevo, es acogida en un clima de paz serena.
De modo especial, el perdón ofrecido por tantos mártires a sus verdugos testimonia la existencia de un amor superior, de caminos de justicia y de concordia. Porque el mal no se elimina a costa de odios desatados, sino desde corazones abiertos, gracias a los cuales víctima y verdugo pueden abrazarse, más allá de la muerte, como hermanos.
Existe, es la fe sincera de cada mártir, un Dios que ayuda y acoge a quienes optaron por el perdón, a quienes decidieron ser fieles a un Cristo que les enseñó a vencer el mal con un gesto de amor sincero.
Desde entonces, la víctima vence al verdugo. Por eso el odio merece ser olvidado, mientras que la única memoria que llega a lo profundo de la historia humana es la de quien se une a un Crucificado que murió diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.