El llamado Domingo de Ramos, o de la Pasión del Señor, nos muestra en síntesis la dinámica de la Semana Santa: la entrega voluntaria de Jesucristo a la muerte como un compendio de su vida entera. La liturgia de este día, sin la carga simbólica del Triduo Pascual, nos lleva de la mano al encuentro del Resucitado.
José Ignacio Alemany Grau, Obispo
Te invito, amigo, a dar un paseo a través de la liturgia de este Domingo de Ramos.
Hemos llegado un poco tarde y lo primero que nos encontramos por las calles es una extraña procesión.
Un grupo notable de gente, con cara pacífica y hasta gozosa, vienen trayendo ramos de oliva, pequeñas palmas entretejidas e incluso sobresalen algunas ramas grandes de palmera.
En medio del grupo que canta viene un burrito, cargando a alguien. Al fijarnos un poco más hemos descubierto que no se trata de una persona viva sino de una imagen de Cristo que lleva un año esperando para hacer el mismo recorrido.
Se llama el “Señor de Ramos”.
Es que esta procesión quiere recordarnos aquel momento efímero, en que Jesús fue aclamado cuando entró en Jerusalén precisamente en este día que llamamos “Domingo de Ramos”.
(Te recuerdo que estas palmas de hoy, quemadas por el sacristán la víspera del Miércoles de ceniza, nos servirán el próximo año para recordar lo efímera que es toda gloria en este mundo. Si quieres completar esto basta que te fijes en la cantidad de presidentes y alcaldes que gobiernan y vuelven a “bajar al llano”).
Ahora vamos a la iglesia para poder encontrar una banca donde sentarnos.
Esperemos la lectura del Evangelio que nos va a dar la clave del día.
En este domingo hay una novedad. Leen el Evangelio tres personas: Uno llamado el “cronista” que es el que va narrando los hechos; otro que hace de sinagoga y lee las palabras que dicen los distintos personajes; y el sacerdote que es el que lee las palabras de Jesús.
Como la lectura es larga a muchas personas parece que se les escurren las ramas que tienen en las manos. Pero es impresionante lo que están leyendo:
Primero, la entrega total de Jesús que se oculta bajo las especies de pan y vino para ser nuestro alimento en la Eucaristía.
Luego, oímos cómo en el huerto, entre angustias de muerte, Jesús dice: “Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad”.
El evangelista de este “ciclo A” que es Mateo nos da un detalle lamentable: Mientras Jesús reza en angustia, los discípulos duermen.
(¡Como la mayor parte también hoy duerme cuando se trata de las cosas de Dios!)
Después leen que Pedro dijo que “no conocía a ese hombre”… que Judas lo vendió y que las 30 monedas que había recibido le quemaron las manos, “y las arrojó en el templo, se marchó; y fue y se ahorcó”.
Más adelante Pilato pregunta a Jesús si es el rey de los judíos.
Jesús le respondió: “Tú lo dices”.
Pilato, en lugar de investigar, lo compara con un revolucionario y asesino, Barrabás, y termina condenándolo a muerte.
La última parte de la lectura es muy fuerte:
Lo llevan hasta el Calvario, un pequeño cerro de roca viva de unos 11 metros de alto, allí lo clavan y mientras muere se burlan de él.
Es impresionante el grito final, impropio de un hombre torturado y desangrado:
“Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu”.
La tierra tembló, el sol se oscureció y el centurión bajó del calvario, diciendo: “realmente éste era hijo de Dios”.
Enterraron a Jesús en el sepulcro y se quedaron sentadas frente al mismo, María Magdalena y la otra María.
Al final aparecieron unos guardias que sellaron el sepulcro y se quedaron custodiándolo…
Se nos acabó la conversación.
Pero ahora falta lo mejor:
Lo veremos la próxima semana.