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El hombre y el animal: lo común y lo diferente

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Entrevista al prof. Leopoldo Prieto, LC / También los animales conocen –afirmaba el Papa–, “pero sólo aquellas cosas que les interesan para su vida biológica”. A diferencia de ellos, “el hombre tiene sed de conocimiento del infinito”.

“Por encima de su condición biológica, el hombre está llamado a abrirse por el conocimiento a nuevas realidades”, dijo Benedicto XVI en una homilía del 9 de marzo de 2008. También los animales conocen –afirmaba el Papa–, “pero sólo aquellas cosas que les interesan para su vida biológica”. A diferencia de ellos, “el hombre tiene sed de conocimiento del infinito”.

Estas palabras de Su Santidad Benedicto XVI suponen una orientación preciosa a la cultura de nuestros días en la candente, y no siempre clara, cuestión del hombre y el animal. Un ejemplo de esta situación en el ámbito español lo constituye la proposición no de ley (de 11 de abril de 2006) del Congreso de los Diputados por la que se que instaba al Gobierno español a adherirse al proyecto gran simio (ideado por los animalistas Peter Singer y Paola Cavalieri) para promover la paridad de trato jurídico a todos los integrantes de la “comunidad de los iguales”, integrada por los grandes simios y las personas humanas.

Para comprender mejor este fenómeno cultural de nuestro tiempo hemos ha entrevistado al P. Leopoldo Prieto López, LC, profesor de filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum (Roma), interesándose por su libro, recientemente publicado en España, “El hombre y el animal: nuevas fronteras de la antropología” (BAC, Madrid 2008), un trabajo de especial interés para la antropología y la bioética, en el que se presentan los resultados de diversas investigaciones interdisciplinares de biología y filosofía sobre el apasionante tema del hombre y de sus relaciones con el mundo animal.

¿Qué objetivo se ha propuesto al escribir este libro?

R./ Un objetivo sencillo, pero que considero prometedor para la renovación de los estudios sobre el hombre. Hasta inicios del siglo XX la antropología se elaboraba pensando casi exclusivamente en las facultades del espíritu humano (entendimiento y voluntad). Se llamaba por eso psicología racional. Pero como las facultades racionales son algo peculiar que diferencia al hombre del animal, se dejaba de lado el estudio de las dimensiones físicas de la naturaleza humana, comunes con el mundo animal. Este enfoque suponía un cierto cartesianismo de fondo y, sobre todo, la pérdida de la fecunda doctrina aristotélica del alma como “forma” del cuerpo. En varias de sus obras sobre biología, Aristóteles explica qué supone concretamente que el hombre sea un “animal racional”. La intuición genial de este filósofo no está en admitir la peculiaridad que la inteligencia confiere al hombre sobre los demás animales –cosa perfectamente sabida por los filósofos precedentes– sino en hacer depender de la inteligencia la característica conformación corporal que es propia del hombre. Por eso, si el alma es en verdad “forma” del cuerpo, es posible plantear el estudio de la antropología desde un nuevo punto de partida que centra su atención inicialmente sobre el cuerpo humano.

Pero, ¿no es esto una concesión al materialismo antropológico en boga?

R./ No, al contrario. Es un cambio de perspectiva de la antropología que esconde posibilidades muy fecundas para el estudio del hombre, además de reconocer las justas exigencias de una revalorización de la dimensión física de la naturaleza humana. Mire, estando el alma en todo el cuerpo como su “forma”, es lógico que deje en él alguna huella. Pues bien, esas huellas existen y son inequívocas.

¿Y cuáles son esas huellas que el alma racional pone en el cuerpo humano?

R./ Hay dos rasgos físicos, inexplicables según la biología, en virtud de los cuales se puede afirmar (en un sentido filosófico) que el cuerpo humano es el correlato físico del alma de un ser racional. Dichos rasgos son: la inespecialización morfológica del cuerpo humano y la carencia de instintos. En virtud del primero, el cuerpo humano reproduce, a su modo, la ilimitada apertura de la razón humana a la realidad, apareciendo así como un cuerpo abierto, es decir inespecializado (aunque por ello mismo más vulnerable físicamente), desvinculado del ambiente físico y libre de las ataduras que el medio ambiente impone a la morfología de cualquier animal. Asimismo, la ilimitada apertura de la voluntad (que es el fundamento profundo de la libertad), tiene una correspondencia análoga en la indeterminación física de la conducta humana, que se encuentra desasistida (o liberada, dependiendo de la perspectiva que se adopte) del instinto animal, con las ventajas e inconvenientes que ello conlleva; de modo que el hombre se hace capaz de conducir por sí mismo, bajo la guía de la razón, todas sus acciones. A la vista de ello, la diferencia entre el animal y el hombre no puede ser mayor: el animal es conducido por el instinto, que a su vez es puesto en movimiento por los excitadores orgánicos que reaccionan ante los estímulos del medio ambiente; el hombre, en cambio, se conduce por la razón, que propone motivos a la voluntad, por medio de la cual se gobierna a sí mismo.

¿Por qué da tanta importancia al hecho de la inespecialización morfológica?

R./ Efectivamente, la inespecialización morfológica es un hecho de gran importancia en la reinterpretación de la antropología que el libro propone. La adaptación al medio ambiente es una ley fundamental de la biología. Todos los animales, en mayor o menor medida, están adaptados morfológica y funcionalmente al propio hábitat. A diferencia de ellos, el hombre, siguiendo una extraña exigencia extrabiológica, manifiesta en su propio cuerpo un sistemático rechazo a quedar aprisionado por unas formas orgánicas especializadas. Esto ya se sabía desde el tiempo de los griegos. Pero entonces no se podía dar una explicación de este hecho según los datos biológicos conocidos hoy.

En su libro dice Ud. que la inespecialización es un carácter primitivo de los organismos. ¿Puede explicar esta idea?

R./ Así es. Es otra de las aportaciones más interesantes de este trabajo. Los estados morfológicamente especializados son siempre etapas tardías en el camino evolutivo de una especie. Frente a ellos la carencia de especialización denota siempre un carácter arcaico. Toda especialización representa la pérdida de muchas posibilidades latentes en el órgano inespecializado (y primitivo) en beneficio del desarrollo intenso de una determinada posibilidad adaptativa. Razonando a partir de aquí se extrae una conclusión muy interesante por sus implicaciones en la delicada cuestión de la evolución del hombre. La cuestión es ésta: si la carencia de especialización reviste siempre el carácter de primitivismo, y si los estados especializados son siempre estadios finales en el camino de la evolución, de ahí se sigue que es imposible que las configuraciones morfológicas primitivas (como son el cráneo, mandíbula, mano y pie humanos, etc.) procedan de otras posteriores más evolucionadas, como son todos las características morfológicas altamente especializadas de los simios.

Si no he entendido mal, ¿quiere eso decir que el hombre es una criatura menos evolucionada que los monos?

R./ Así es. O menos evolucionada o evolucionada de un modo contrario a los simios. Un estudioso ha sugerido, no sin ánimo irónico, pero apuntando a algo sustancialmente verdadero, que, puestos a defender el evolucionismo, habría que sostener en lugar de la vieja imagen decimonónica del evolucionismo de un hombre que deriva del mono –la famosa serie de individuos que pasan de semicuadrúpedos hasta el hombre actual erguido– , justamente la contraria, es decir, la idea de un mono (como ser altamente especializado y adaptado a la forma de vida arborícola) que procede del hombre, un ser mucho más primitivo y menos especializado.

Una idea algo chocante, ¿no le parece?

R./ Puede que lo sea desde un punto de vista cultural, pero desde el punto de vista científico está bastante bien fundada. Autores de renombre científico han afirmado que la filogenia de los monos antropoides ha consistido en una simiación creciente a partir de formas arcaicas más parecidas a las humanas, frente a la hominización progresiva de la serie humana. Ha habido incluso quien ha hablado de la deshumanización progresiva del mono.

¿Cuál es el primitivismo humano que considera Ud. de mayor importancia?

R./ Sin duda, el primitivismo del cráneo humano, un caso muy bien establecido y de particular relevancia. Retrocediendo en el desarrollo ontogenético de los vertebrados (sobre todo en los mamíferos) hasta su fase embrionaria, van apareciendo cada vez más semejanzas entre el cráneo de estos y el cráneo humano. Por ejemplo, en el cráneo de los grandes simios en su período embrionario e infantil se pueden reconocer bastantes rasgos humanos (cráneo abombado, colocado verticalmente sobre la región facial, que aparece sin apenas prominencia del hocico), que, sin embargo, desaparecen al alcanzar la madurez, que es justamente cuando el cráneo del simio comienza a adquirir los rasgos típicamente animales: un poderoso desarrollo hacia delante de la zona facial, que viene a formar un plano continuo con una frente huidiza. A diferencia de estos animales, en los seres humanos se conserva la disposición embrionaria del cráneo a lo largo de toda la vida. Si se compara el cráneo del hombre y el de cualquier gran simio en su estadio infantil la semejanza es sorprendente. Etienne Geoffroy Saint-Hilaire, por ejemplo, observaba en 1836: “El cráneo de un orangután joven tiene un gran parecido con el del niño. En la cabeza de la cría de orangután encontramos los graciosos rasgos infantiles del hombre; pero si consideramos el cráneo del adulto encontramos formas animalescas de una neta bestialidad”. Como he sugerido antes, el cráneo de las crías de mono conserva una suerte de esbozo de humanidad.

Los biólogos actuales hablan del origen neoténico de las propiedades específicamente humanas. ¿Puede Ud. explicar brevemente qué es la neotenia?

R./ El Diccionario de la real Academia curiosamente recoge esa voz, que define como el “fenómeno por el cual en determinados seres vivos se conservan caracteres larvarios o juveniles después de haberse alcanzado el estado adulto”. Efectivamente, la neotenia es una teoría explica el origen de los primitivismos humanos, poniéndolos en relación con rasgos fetales y embrionarios, presentes en todos los mamíferos en su estadio embrionario y abandonados en la forma de vida adulta, pero retenidos permanentemente en el hombre en su forma adulta. Como ha sido demostrado, los rasgos embrionarios son los portadores de formas primitivas no especializadas, abiertos por tanto a una amplia gama de posibilidades evolutivas. Los caracteres embrionarios o neoténicos, al afianzarse en el hombre adulto, evitan en éste la necesaria vinculación morfológica al hábitat que es propia de toda especialización morfológica animal. Esta doctrina fue bautizada con el nombre de “neotenia” por J. Kollmann (1885), pero ha adquirido mayor respetabilidad científica en el siglo XX, sobre todo a partir de una obra de S. J. Gould de 1977. Sin embargo, la idea venía de bastante atrás.

Pasando a otro tema del libro, ¿qué piensa Ud. de la inteligencia de los animales?

R./ En primer lugar hay que determinar con precisión el concepto de inteligencia. De ordinario cuando se dice que un determinado animal es inteligente se quiere decir que dispone de alguna capacidad psicológica que le permite realizar conductas complejas o de gran precisión. En realidad, si la inteligencia consistiera en esto, prácticamente todos los animales serían más inteligentes que el hombre, cuya dotación de conocimiento sensorial es bastante inferior en precisión y certeza a la de muchos animales. El término propio para indicar la compleja y especializada conducta del animal es instinto. La conducta de un animal es tanto más certera y precisa cuanto más depende de la determinación unívoca que es propia del conocimiento sensorial y del instinto. Por otro lado, el estudio del instinto es fuente inagotable de conocimiento para los estudiosos de la conducta animal, sumamente precisa para lo particular, pero ciega para lo general. Por su parte, lo propio de la inteligencia es comportarse inicialmente de un modo incierto y vacilante (porque carece de la determinación unívoca del sentido), pero con capacidad de aprendizaje, de modificación continua y de progreso de la conducta. En realidad, el animal no es inteligente. Aunque hay un sentido de la expresión “inteligencia práctica” que puede ser aceptable aplicado al animal, es importante dejar sentado que la inteligencia, propiamente dicha, supone un nuevo modo de relacionarse con las cosas, que es inaccesible al animal.

Sin embargo, algunos etólogos han hablado de “conducta curiosa” de algunos animales

R./ Efectivamente. Sobre todo K. Lorenz ha hecho valiosas observaciones sobre algunos animales de conducta exploratoria o curiosa, en cuyas acciones, lejos de la rigidez propia del instinto, se observa algo parecido a la conducta objetiva, típicamente humana. Pero la conducta curiosa de estos animales no es propiamente de naturaleza intelectual, porque no es capaz de considerar la naturaleza de los objetos descubiertos en la exploración. Sin embargo, un mérito innegable de estos estudios ha sido la interesante confirmación de la relación que existe entre tipo de conducta y conformación morfológica del animal. Así, un animal de conducta curiosa, como por ejemplo el cuervo, que tiene un amplio repertorio de conductas, debe disponer de una motricidad lo suficientemente amplia como para poder satisfacer la vasta gama de objetos y acciones que la exploración le descubre. Una especialización morfológica desarrollada permitiría una serie muy precisa, pero muy limitada, de movimientos. Por eso la relativa carencia de especialización de estos animales les permite poblar hábitats muy diversos. Como se ha dicho, los animales curiosos se han especializado en no ser especializados, algo –como se ve– que es propio, principalmente, del hombre.

¿Qué piensa Ud. del lenguaje de los animales?

R./ Como es lógico, la cuestión del lenguaje depende de la de la inteligencia. El lenguaje es expresión de lo que se conoce. Y así como hay diversos modos de conocer (inteligencia y conocimiento sensorial), hay diversos modos de comunicar lo conocido. Es claro que los animales se comunican entre sí, y algunos de ellos lo hacen de un modo sumamente complejo y preciso. La realidad de la comunicación animal se sigue de dos premisas evidentes: primero, el animal conoce sensiblemente; y segundo, es un ser social, de donde procede la necesidad de comunicar aspectos de interés biológico a sus congéneres. Ahora bien, a ese tipo de comunicación no se le puede llamar en rigor lenguaje. El lenguaje es el modo propio de comunicación de un conocimiento intelectual (abstracto, o como también se le llama, simbólico). De manera que como el conocimiento inteligente es exclusivo del hombre, igualmente lo es el lenguaje. Esta conclusión es constatada continuamente por los estudiosos de psicología animal. Por tanto, la diferencia fundamental entre comunicación animal y lenguaje humano consiste en que la primera es expresión afectiva del propio estado orgánico del animal, mientras que el segundo es ante todo manifestación objetiva del propio modo de ser de la cosa conocida. A esto último es a lo que se llama comprensión. Ésta es la verdadera frontera entre la comunicación animal y el lenguaje humano.

¿Pero no se ha demostrado que algunos monos especialmente despiertos son capaces de interactuar inteligentemente con el hombre, incluso empleando el ordenador?

R./ Los experimentos realizados con monos, especialmente con chimpancés, con el propósito de demostrar la existencia de aptitudes lógicas en los mismos, se han revelado siempre como un gran fracaso. Se han empleado muchos medios y tiempo, pero los resultados obtenidos han sido siempre decepcionantes. Lo único que han logrado probar es la existencia de memoria asociativa (que es la base del adiestramiento animal), más o menos desarrollada, en dichos animales. Los mismos experimentadores han debido reconocer que los chimpancés, incluso después de un intenso adiestramiento lingüístico, permanecen en el nivel de comunicación del que están dotados naturalmente. Ahora bien, esto significa que lo “aprendido” por estos animales por medio del adiestramiento no ha sido “comprendido”. Por eso, no llega a formar parte del propio patrimonio comunicativo ni es transmitido a su prole. Por tanto, todo lo obtenido con estos experimentos, tan sofisticados como tenaces, ha sido la asociación de imágenes con determinadas acciones (en un número bastante reducido), reforzada por medio de aquellos premios que más interesan al animal (comida, paseo, etc.).