Es evidente que no todo el mundo entiende lo que es vivir en sociedad y en un mundo pluralista. Hoy, con tanta familia desestructurada, se agrava aún más la situación…
Es evidente que no todo el mundo entiende lo que es vivir en sociedad y en un mundo pluralista. Hoy, con tanta familia desestructurada, se agrava aún más la situación. Está visto que lo que era la mejor escuela para crear relaciones comunitarias y fraternas, también falla. Por desgracia, son muchas las fuerzas contrarias que impiden vivir en sociedad en un clima de respeto, justicia y verdadero diálogo. En un mundo en el que si el dinero va por delante todas las puertas se abren, resulta bastante persuasivo entrar en la orla del tanto tienes, tanto vales, y que impere la sociedad de la marginación. Se margina al anciano porque ya no tiene futuro ni produce. Aquello que no es productivo, aunque sea persona, se le excluye. Así no se puede vivir en comunidad, al menos que se imponga el sentido común de la necesidad urgente de avivar una sociedad inclusiva para todas las edades que tenga como base la equidad intergeneracional, en la que se dé lugar al ser humano por el hecho de serlo.
La sociedad sería una cosa hermosa si hubiese menos intereses económicos y más intereses humanos. En nuestros días, vivir en sociedad, es camino complicado. Lo es porque el ciudadano, empachado por el poder y admirado por sus solitarios ademanes, se endiosa y se confunde. Quizás haya que renovar la sociedad para que vivir en familia no sea cada amanecer más dificultoso. La especia humana se halla en un momento rompedor con su historia, caracterizado por cambios vertiginosos y profundos, que progresivamente y globalmente se extienden al universo entero. El mundo es un pañuelo, nunca mejor dicho. Cambios que provoca el mismo ser humano a través de su intelecto creativo y que recaen sobre toda la sociedad. Nada es indiferente para nadie. Tan fuerte es el cambio, que se puede ya hablar de una verdadera ruptura social y cultural, que redunda en el pulmón de la vida de cada uno y en la de todos.
Como ocurre en toda ruptura, esta transformación trae consigo luces y sombras. Así mientras la persona amplía extraordinariamente su horizonte de rey, no siempre consigue someterlo a su servicio. Desea conocer con profundidad su maquinaria interna, pero pierde el compás de lo sensato y no acierta a dar cuerda a su conciencia para reencontrarse. Luego descubre que lo meriendan las leyes de la vida social, duda sobre la orientación del camino y para más dolor ve que la historia no se la dejan escribir, sino que la escriben los vencedores como siempre. O sea, los que tienen poder. Para colmo de males, la humanidad, sigue cortada por el mismo patrón, se divide en dos hemisferios: aquella que tiene más comida que apetito y la de los que tienen más apetito que comida.
Nunca la especie humana ha tenido a su abrigo tantas posibilidades de abrazar el mundo, y, sin embargo, no comparte riquezas. A lo sumo entrega migajas. Jamás ha tenido el hombre un sentido tan agudo de su libertad, y entretanto surgen nuevas formas de esclavitud social y psicológica. En ningún otro tiempo se habló tanto de justicia e igualdades, y si la una suele llegar tarde, la otra es una entelequia. ¿Habrá desigualdad mayor que los opulentos puedan comprar carne humana para sus vicios? La única vez en la que todos los seres humanos son iguales es en el momento de nacer y morir. Son muchas, pues, las fuerzas contrarias a la convivencia. Persisten, en efecto, riadas de tensiones políticas, sociales, económicas, raciales e ideológicas, y ni siquiera hemos ahuyentado el peligro de una guerra que amenaza con destruir a todo bicho viviente. Se globaliza la comunicación de las ideas; sin embargo, aún las palabras definidoras de los conceptos más vitales para entenderse se revisten de doctrinas egoístas e infectas de ilicitud.
Fue Aristóteles quien dijo que fuera de la sociedad, el hombre es una bestia o un dios. Quizás estemos en el extrarradio, fuera de lugar de lo que exige vivir en sociedad, el espíritu científicamente interesado juega a modificar el ambiente cultural y las maneras de pensar, lo que debiera hacernos propiciar un plantarse en el yo soy yo junto a los demás. La cuestión no es fácil. Vivir en sociedad también está en crisis. Parece abrirse una esperanza. Los acontecimientos celebrados en julio en Sydney, Australia, dicen que son una oportunidad para reflexionar sobre la justicia social y las exigencias de la dignidad humana. Nos hace falta como el comer. Para Caritas Australiana, “La Jornada Mundial de la Juventud no es sólo el título de un festival joven sino una llamada a la solidaridad. Para los jóvenes de todo el mundo, es una oportunidad de pensar globalmente sobre la justicia social y las exigencias de la dignidad humana”. Más todavía, añade, “es una llamada a cada uno de nosotros para actuar por la justicia”. Los hechos son los que son. Una sexta parte de la población mundial vive con menos de un dólar al día. Más de 820 millones de personas se retiran cada noche a dormir con hambre. Cerca de 10 millones de niños muere cada año antes de llegar a cumplir su quinto año de edad. Las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de sentir, heredadas del pasado, no siempre se adaptan bien al estado actual de cosas y van en auxilio de las personas. El caos está servido en un mundo cada día más efervescente de contrariedades.
A mi juicio, la crisis de vivir en sociedad sólo puede salvarse desarrollando un orden social a diario, fundamentándolo en la verdad, no en otras semánticas confusas que lo único que hacen es enfrentarnos. Hay que edificar todos los abecedarios sobre la justicia, vivificarlos con el lenguaje del amor en su más noble verso. Se debe encontrar en la libertad un equilibrio de respeto humano al humano, de persona a persona. Sin duda, pienso, que para salir de este escollo hay que proceder a una renovación de las estéticas humanas y a profundas reformas éticas de la sociedad. Tomar conciencia de ello, creo que es la madre del cordero.
Víctor Corcoba Herrero (España)