Los epítetos malsonantes son variados en formato y ofensivos en grado variable. Pero hay una afrenta que, en mi opinión, es la pésima entre tanta infinidad de ultrajes.
Quizá hasta del pésimo improperio se pueda extraer alguna enseñanza.
Por gracia o por desgracia, los diccionarios son muy ricos en escarnios, más que en palabras lisonjeras. Peor aún, la infancia y juventud aprende y usa con más soltura las pullas que los elogios. Sólo con la edad, a veces nunca, se aprende el poder de la alabanza,… pero eso es otro tema. Los epítetos malsonantes son variados en formato y ofensivos en grado variable. Pero hay una afrenta que, en mi opinión, es la pésima entre tanta infinidad de ultrajes.
Es una injuria que afecta a la persona descalificada,… y deshonra a toda su familia. Este improperio no define la inteligencia o belleza, hay muchos agravios para ello pero no deja de ser algo circunstancial. Tampoco abomina de la orientación sexual o política del individuo denostado, a fin de cuentas una opción personal más o menos común. Tampoco expone la fidelidad conyugal del afrentado, ni la de su pareja, baldones que en la actualidad –y por mor de los tiempos que corren- casi se han convertido en piropos.
La palabrota más calumniosa se usa esporádicamente, y no siempre se entiende como la peor insolencia. Sobre todo, si la persona aludida se ajusta a su descripción. Es utilizada, quizá sin ser conscientes de su gravedad, por personas quizá mojigatas pero siempre certeras. Revela la peor faceta del denostado, la que le compete directamente (aunque su entorno también queda culpabilizado). Por si alguien no lo ha deducido, el más execrable peyorativo es… ineducado o maleducado. Este calificativo arroja vergüenza sobre la historia personal, sobre la voluntad de mejora, sobre el esfuerzo ejercido para la propia superación. ¡Ojalá que nunca nadie nos pueda insultar así!
Por Mikel Agirregabiria Agirre (España)