Benedicto XVI ha hablado amablemente, pero fuerte y claro, como es su costumbre. Ha dicho lo que todos saben pero sólo él tiene el coraje de decir.
«¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, allende el Jordán, Galilea de los gentiles! El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido.» (Mt. 4, 15-16)
Así es: a la Galilea que los gentiles han convertido en paraje de sombras de muerte ha llegado una gran luz: Benedicto XVI, con su inteligencia extraordinaria, su privilegiado conocimiento de Dios y del hombre, su gran claridad y prudencia al hablar, su indiscutible autoridad moral, su enorme voluntad de servir en el amor y, sobre todo, su unción en el Espíritu Santo, ha visitado Tierra Santa, enviado por Dios como un mensajero de paz. Una oportunidad única (¿ultima?) que Dios nos concede a todos.
Ha hablado amablemente, pero fuerte y claro, como es su costumbre. Ha dicho lo que todos saben pero sólo él tiene el coraje de decir. Ha increpado a líderes religiosos y autoridades civiles, a árabes y a judíos, con imparcialidad, valor y cariño:
«…que ambos pueblos puedan vivir en paz en una patria que sea la suya, dentro de fronteras seguras e internacionalmente reconocidas.
Seguridad, integridad, justicia y paz: en el designio de Dios para el mundo éstas son inseparables. […] son valores que proceden de la relación fundamental de Dios con el hombre […] Sólo hay un camino para proteger y promover estos valores: ¡ejercitarlos! ¡vivirlos! […] Naturalmente, se espera que los líderes civiles y políticos aseguren una justa y adecuada seguridad al pueblo para cuyo servicio han sido elegidos. Este objetivo (asegurar una justa seguridad) […] no puede ir en contra de la unidad de la familia humana. […] El verdadero interés de una nación siempre se sirve persiguiendo la justicia para todos.
¿No podría convertirse (la sociedad) en una comunidad de nobles aspiraciones, donde a todos con agrado se les da acceso a la educación, a la vivienda familiar, a la posibilidad de empleo […] Oigo el grito de cuantos viven en este país y piden justicia, paz, respeto por su dignidad, seguridad estable, una vida cotidiana libre del miedo de amenazas externas y de violencia insensata.
Que la auténtica conversión del corazón de todos pueda conducir a un empeño más decidido por la paz y la seguridad a través de la justicia para cada uno.»
Como siempre, ha habido algunas respuestas adultas de apertura y buena voluntad de ambos lados, y muchísimas infantiles de egocentrismo, cerrazón, desprecio y descortesía de ambos lados. En algún momento al Santo Padre se le ve consternado: «¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no han querido!» (Mt. 23, 37); pero él sigue adelante con su invaluable aportación y su caridad paciente. Tal vez alguna semilla caiga en tierra buena.
Sólo a través de muchos sufrimientos pudo Cristo granjearnos su paz como una gran conquista de su Sacrificio Pascual. Entendido está que en todas las religiones y culturas «hay algo de santo y verdadero», y que a veces «reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres»; pero ante algunos acontecimientos uno se pregunta: ¿Realmente se puede encontrar la paz sin Cristo?
Walter Turnbull (México)