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Paradas en la vida

Las prisas nos arrastran. En parte, porque otros piden mil cosas y con urgencia. En parte, porque nosotros mismos estamos llenos de planes, deseos, gustos, angustias.
Ante el frenesí que nos agobia necesitamos pausas que nos permitan pensar, serenamente, dónde estamos, de dónde venimos, a dónde vamos.

Las paradas en la vida abren espacios al corazón para captar lo importante, lo que vale, lo eterno. Entonces redimensionamos ciertas exigencias (ajenas, nuestras) y las ponemos en su lugar. Entonces descubrimos dónde se escapa nuestro tiempo y qué preocupaciones no conducen a nada provechoso. Entonces estamos más disponibles a la escucha del alma, que susurra y pide alimentos sanos, actividades buenas, ojos abiertos a los deseos justos de quienes están a nuestro lado.

Necesitamos, con urgencia, hacer una parada, detenernos. No vale la pena una vida sin examen, repetía el inquieto Sócrates. No vale la pena una existencia llena de actividades y vacía de amores. No vale la pena dejarnos aplastar por una sociedad que premia lo que brilla, lo efímero, y que olvida lo sanamente bueno, en el tiempo y en lo eterno.

Cada día transcurre entre giros del planeta, cambios atmosféricos, noticias ruidosas y sobresaltos del alma. El corazón que sabe detenerse no se dejará arrastrar por prisas malsanas ni dejará que lo rodeen esas cadenas que impiden el vuelo hacia horizontes de justicia, hacia el mundo de los cielos.

Desde paradas concretas y sencillas podremos acoger la voz que nos llega desde el cielo y que nos repite, con las palabras del Hijo, la invitación de la esperanza: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Mt 6,33).