Este 28 de julio celebramos en la Diócesis de Tehuacán el aniversario número 36 de mi ordenación sacerdotal –que he cumplido el pasado día 25- y el aniversario número 14 de mi ordenación episcopal –que cumpliré el próximo día 31-. Me da pena hablar de mí, pero también me da confianza el hacerlo en espíritu de familia diocesana para hablar de las maravillas que Dios me ha concedido y que ofrece a todos y a cada uno.
A lo largo de mi vida diversas personas me han preguntado ¿Por qué elegí ser sacerdote? Conforme he ido creciendo, también he ido madurando la respuesta: Desde muy pequeño Dios sembró ese anhelo en mi corazón, de esta manera ingresé al Seminario Menor cuando entonces ahí se incluía la etapa de secundaria; paulatinamente fui descubriendo que no se trataba de mi elección personal, sino de la respuesta a la elección que Dios había hecho, que para eso me quería y me sigue queriendo; es tan grande su misericordia que no puedo ni debo rechazarlo; pero esto no me resta libertad, sino que la potencia.
Con la liturgia de la ordenación sacerdotal –que renuevo en cada Fiesta de Santiago Apóstol- he ido profundizando en la conciencia de que la vocación es “un tesoro en vasijas de barro”, como dice san Pablo: tesoro por la parte de Dios, vasija de barro por la parte humana; y añade san Pablo: “para que todos vean que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros. Nos acosan por todas partes, pero no estamos abatidos; nos encontramos en apuros, pero no desesperados; somos perseguidos, pero no quedamos a merced del peligro; nos derriban, pero no llegan a rematarnos.” (2Corintios 4,7-9).
A veces estas palabras de san Pablo se han hecho demasiado tangibles y es cuando más veo mi condición de vasija de barro, pero también la grandeza del tesoro de Dios.
Soy consciente de que “mientras vivimos, estamos siempre expuestos a la muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal.” (2Corintios 4,11). Si esto es aplicable a todo bautizado, por su condición de discípulo y testigo de Cristo, con mayor razón he de dar testimonio en mi misión de sacerdote-obispo.
Ahora bien, Jesucristo llama a cada bautizado para que ejerza su condición de discípulo misionero básicamente en una de tres opciones: como casado en el sacramento del matrimonio, como sacerdote ministerial o como consagrado.
Animo a todo aquel que sienta la inquietud del sacerdocio ministerial, no tenga miedo de responder a Jesucristo, sabiendo que Él no llama a los que son perfectos, sino a los que, conscientes de ser vasija de barro, quieren llevar el tesoro precioso de la vida de Dios a los demás.
La llamada gratuita de Cristo y la respuesta libre del ser humano, se entrelazan en la historia única e irrepetible de cada persona. Ahí Cristo va dando los signos de su llamada, que la persona ha de identificar en un proceso de diálogo constante, de discernimiento, de entrega con la mayor disponibilidad, para que Dios Padre, con su Espíritu, siga trabajando el corazón humano a su servicio y para bien de todos. ¿Difícil responder a Cristo? Desde luego que sí. ¿Vale la pena? Sí y mucho más, porque es lo máximo responder al proyecto que Dios tiene para cada uno. Efectivamente queremos ser felices. Pues bien, la clave para serlo no es buscar directamente nuestra realización, sino el proyecto de Dios para cada uno, cuyo cumplimiento nos dará como consecuencia la realización y la felicidad no buscadas expresamente.
Dios no deja de llamar, hay que descubrir la llamada que hace a cada uno. Los papás y los padrinos de sacramentos tienen una misión delicada e importante para ayudar a sus hijos y ahijados a descubrir y acompañar ese apasionante camino que Dios ofrece a cada uno y para vivirlo todos en comunión eclesial.
+ Rodrigo Aguilar Martínez
Obispo de Tehuacán