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El bien que todos deseamos

Buscar el bien. Ese es el centro de nuestros deseos y decisiones. Perderlo. Ese es uno de nuestros mayores temores y sufrimientos.

En la búsqueda del bien surgen mil barreras. En parte, porque no siempre el bien aparece claramente. En parte, porque la sociedad no ayuda a conseguirlo. En parte, por las pasiones que pugnan en nuestro interior.

Más allá de las dificultades, el deseo sigue en pie. Nos gustaría alcanzar aquello que nos dé una felicidad plena. Nos gustaría superar los obstáculos y conquistar bienes verdaderos.

Los errores, sin embargo, nos agobian. Hoy lamentamos una decisión egoísta que impidió vivir plenamente como seres buenos. Mañana puede llegar una noticia sobre la propia salud o la de un ser querido que nos recuerda la fragilidad de todo lo humano.

Con el pasar del tiempo, algunos pueden empobrecer ese deseo de bien con sucedáneos o con placeres inmediatos que anestesian la conciencia. Pero nunca podrán suprimir el anhelo de una felicidad plena y sin amenazas.

En el camino de la vida, cada momento nos interpela y nos obliga a tomar decisiones. Serán buenas si nos abren a lo que vale, a lo honesto, a lo bello, a lo verdadero. Serán malas si nos encierran y nos llevan a dañar a otros o a nosotros mismos.

Quizá llega la hora de reconocer que el único bien completo se encuentra en Dios, y un Dios personal, cercano, asequible a través del mensaje del Hijo encarnado. Un Dios que es Padre y ama a cada uno de sus hijos. Un Dios que vivifica como Espíritu Santo.

Solo cuando alcancemos a ese Dios uno y trino descansará nuestro corazón inquieto, como el de san Agustín y tantos hombres y mujeres de todos los tiempos, porque reinará en nuestras almas un Amor bueno que ilumina el presente y que salta hasta la vida eterna.