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¿Más infalibles que el Papa?

Circula por ahí la siguiente idea: muchos teólogos no desean ser Papas porque entonces perderían la infalibilidad. Es decir, muchos teólogos critican con una libertad total lo que enseña el Papa, pero son muy reacios a cualquier crítica dirigida contra ellos, porque piensan que sus ideas son completamente ciertas y, por lo tanto, indiscutibles. Si llegasen a ser Papas, estarían en la mira de las críticas de otros teólogos que prefieren seguir las propias ideas y atacan continuamente las enseñanzas del Obispo de Roma: dejarían entonces de ser infalibles…

Algo parecido ocurre entre católicos no especialistas en teología. Se trata de sacerdotes o laicos que juzgan y condenan, con una seguridad sorprendente, decisiones del Papa y de los cardenales que colaboran con el Papa en el gobierno de la Iglesia. Parece que conocen mejor que nadie la situación de la Iglesia universal o de algunas iglesias locales. Suponen que su criterio personal es el único que ha comprendido qué decisiones deban adoptarse en cada caso.

Es plausible que nombramientos o normativas concretas decretadas desde el Vaticano puedan ser mejorables, en sus contenidos o en su modo de ser presentadas. Incluso hay ocasiones en las que una decisión podría estar equivocada: en cosas concretas hay tantos aspectos a considerar que no resulta nada fácil tener todos los hilos en la mano y acertar a la hora de decidir.

Pero si el Papa, con un equipo de consejeros cercanos o lejanos, puede llegar a aprobar algo menos acertado, ¿cómo algunos, que no han leído informes, que no han escuchado a personas, que no han analizado los pros y los contras de cada alternativa, sentencian con una seguridad inquebrantable que la decisión debería haber sido la que a ellos les parecía mejor?

Por eso, encontramos que no sólo hay teólogos que no quieren perder su “infalibidad”, sino que también existen vaticanistas, escritores de blogs, periodistas clásicos, o simples personas de la calle, que “pontifican” de modo inapelable y que se atribuyen el don de no equivocarse nunca en los consejos que ofrecen y que serían los únicos para lograr, según ellos, una buena marcha de la Iglesia.

Los fieles tienen derecho, incluso el deber, “de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de hacerla conocer a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia hacia los Pastores, y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas” (Código de Derecho Canónico, canon 212, 3).

Se trata de manifestar una opinión, ofrecida a las autoridades en un clima de reverencia. No se trata, como piensan algunos, de emitir juicios categóricos, inapelables e infalibles, a los que todos deberían someterse, según se desvela en el modo de hablar o de escribir de quienes se consideran más infalibles que el Papa y con más cualidades que la Curia.

Frente a la pretensión vana de algunos de una superioridad inexistente, la vida y conducta de tantos miles de católicos de a pie, que exponen sus puntos de vista con sencillez y con reverencia a los pastores, incluso al Papa, muestra la actitud correcta con la que en la Iglesia nos hablamos entre hermanos: la de quienes buscan contribuir al bien común desde una apertura de corazón que permite aceptar que uno pueda estar equivocado y que acoge, en la fe y en el amor, lo que dictaminen el Papa y los obispos que actúan unidos al Sucesor de san Pedro.