– ¡Qué gusto verte, cuánto tiempo! ¿Cómo te va todo?
– Bien.
– ¿Sigues en el mismo trabajo? ¿Qué tal?
– Normal.
– Oye, ¿en que acabó lo del accidente de tu perro en la cocina?
– Fatal.
– ¡Qué pena, hombre! Oye…, ¿y cómo van los bonsáis?
– ¡Ah, de maravilla! Mi abuelita me regaló el otro día un libro que yo no tenía; y mira que encontré una receta muy buena para lograr que la palmera aquella por fin se rindiera y dejara de crecer a lo bruto. Por cierto, ¿te acuerdas del olivo?…
Y casi sin dar oportunidad de respuesta, prosiguió:
– …Pues fíjate que empezó a dar unas aceitunas fuera de toda proporción; pero el otro día, navegando en Internet, encontré un sitio especializado en este problema de la dimensión aceitunera. Lo estoy estudiando…, aunque no me fío mucho…
Y ya no hubo quien pudiera detenerle… La entusiasta preguntadora conocía bien a su amigo. Sabía que la pregunta de los bonsáis era la importante, pero no perdía la esperanza de encontrar algún otro punto de conversación. No era que se aburría con lo de los bonsáis, pues también era aficionada a tan japonesa ciencia; pero tenía muy claro que en la vida había otras cosas más apasionantes e importantes.
Y es que sacar conversación a veces cuesta. El temperamento del interlocutor puede influir. Hay quien, por ejemplo, es de pocas palabras. Sus respuestas sintéticas invitan a un paciente desentrañamiento del contenido concentrado en los escasos monosílabos pronunciados.
Otras veces cuenta el ánimo del receptor o de ambos. Si alguien está de malas, será difícil distraerle con otro tema de conversación distinto a la causa de su enojo.
También puede ser porque no hemos escogido el mejor momento. Si alguien está muy ocupado, enviará numerosos signos externos para hacérnoslo saber. Se pondrá de pie antes de que el tema se termine, o mirará descaradamente su reloj un par de veces, o tomará un papel entre sus manos y tratará de leerlo mientras le hablamos…
En otras ocasiones es porque no damos en el clavo del tema de interés. O porque simplemente el interlocutor no tiene ganas de compartir nuestro entusiasmo en el diálogo.
Y la verdad es que todos estamos a veces de un lado y a veces del otro. En ocasiones somos el preguntador deseoso de conversación. Y en otras, somos el que no se deja sacar conversación.
Algo parecido sucede entre Dios y el alma: Él, que tiene muchas ganas de platicar y charlar con nosotros; y nosotros, que no siempre le dejamos.
Pero en estos casos, Dios no es como nosotros que ante un receptor reticente, queremos hablar de lo que nos importa a como dé lugar. No es como nosotros que tocamos una puerta para explicar a bocajarro las mil maravillas del producto que queremos vender a toda costa al precio que nos da más beneficio…
Dios, en cambio, toma en cuenta nuestra situación en cada momento. Si estamos enojados, por ejemplo, Él lo sabe muy bien, y tratará de partir de nuestro enfado. Como si no supiera nada. Se esforzará por comprender nuestro mal humor, para de ahí sugerirnos bondadosamente nuevos horizontes.
Claro, que si no queremos seguir el diálogo, no forzará ni atropellará. Se esperará ahí fuera a que los ánimos se estabilicen, pacientemente, en el frío de la noche, con la esperanza de que mañana le abriremos. Y con un entusiasmo increíble, lo intentará cada mañana como si fuera la primera vez… Pero, si no hay escucha, se detendrá de nuevo respetuosamente, para seguir esperando.
En otras ocasiones lo que sucede es que a Dios sólo queremos hablarle de bonsáis. Sólo de aquel típico favor que le habíamos pedido de ganar la lotería y que lleva años sin cumplir. O sólo le hablamos de lo mal que se comporta el vecino. O sólo de lo insoportable que es nuestro jefe en la oficina. O sólo de que ya es hora de que mueva sus influencias para que podamos pagar toda la hipoteca. O sólo del porqué se le ocurrió crear ese mosquito que tanto molesta por las noches. En fin, que con Dios nos ponemos monotemáticos y no hay criatura celestial que de ahí nos saque…
Y cuando Dios nos sugiere otro tema, le respondemos desganados o enojados con los monosílabos más breves del mercado. O intentamos enseguida cambiarle el tema. Como cuando Dios nos cuestiona si realmente estamos siendo generosos y sentimos que no. O cuando nos pregunta algo sobre ese defecto tan nuestro que sería bueno combatir. O cuando nos sugiere que perdonemos esa injuria que tanto nos dolió. O cuando se le ocurre que podríamos hacer ese favor que pidió tal persona y que de entrada negamos tajantemente. O cuando nos llama a ser menos egoístas, menos soberbios, menos vanidosos. O cuando nos recomienda huir de esa tentación que tanto daño nos está haciendo por no resistirla. O cuando insiste en que pongamos en sus manos ese pecado que escondemos, para que lo pueda Él destruir con su gracia. O cuando nos exhorta a dar generosamente ese paso de más que nos da miedo. O cuando nos sugiere la loca idea de dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, visitar al enfermo…
A los discípulos de Emaús, Jesús se les hizo el encontradizo, como si se tratara de un viandante despistado. Parecía un accidente. Y así logró sacarles conversación.
Cuando el profeta Elías estaba en aquella caverna esperando la visita del Señor que no se realizó en el viento impetuoso, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en la brisa ligera, lo primero que le preguntó el Señor a Elías fue: “¿Qué haces aquí Elías?” Así de espontáneo y sencillo es Dios cuando nos quiere sacar conversación. Si Elías hubiera sido aficionado a los bonsáis, es probable que por ahí hubiera empezado el Señor: ¿Cómo va aquel olivito, Elías?
Otras veces, cuando ve que un alma así lo necesita, Nuestro Señor es más directo, como cuando saludó a Pablo en el camino de Damasco: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Y en un diálogo brevísimo aquella gran alma quedó transformada para siempre.
En fin, que a nuestro buen Dios se le va buena parte de cada jornada en intentar sacarnos conversación…
¿Y qué no es la oración sino hacer finalmente caso a un Dios que lleva un buen rato intentando sacarnos conversación?