Dos personas hicieron carrera. Ocuparon puestos importantes, consiguieron fama, llegaron a ser presidentes de sus respectivos países. Para algunos, lo hicieron muy bien. Para otros, lo hicieron muy mal. Se piense lo que se piense, los dos gozan de una amplia notoriedad. Entraron en la historia.
Otras dos personas no estudiaron nunca en una universidad. Encontraron un trabajo, sobrevivieron a la crisis económica, sacaron adelante sus respectivas familias, lucharon en las mil aventuras de la vida cotidiana. No entraron, ni por casualidad, en la historia.
Hay existencias que brillan ante las luces humanas, mientras que otras permanecen en la penumbra de lo sencillo, de lo “irrelevante”. Pero todos, con fama o sin ella, dentro o fuera de la historia, llegan un día al umbral del mundo de lo eterno.
Allí la notoriedad carece de fuerza. Porque en el mundo de lo eterno sólo cuenta el nivel de bondad, de justicia, de amor, que cada uno haya conseguido en este caduco y frágil mundo temporal.
Por eso, no sirve para nada entrar en la historia si luego uno se encuentra, ante las puertas del cielo, con poco amor. En cambio, una existencia humilde, casi desconocida, vale mucho en el mundo de lo eterno si ha sabido acoger a Dios y al hermano, si ha vivido con un corazón grande y generoso, si se ha dejado amar y ha dado amor sin medida.
No importa, en el mundo de lo eterno, los aplausos que uno haya recibido en la tierra. Esos aplausos (o críticas más o menos justificadas) sirven para llenar páginas de libros de historia, pero no se convierten en ningún pasaporte para el cielo. Sólo el que sabe acoger lo que Dios le pide y el que vive amando entra en el cielo eterno, donde hasta el vaso de agua dado a uno de los pequeños tiene un valor incalculable.