Todos tenemos un libro en el recuerdo. O varios libros. Mejor que mejor. Para empezar, no me gustan las personas de un solo libro. Prefiero las gentes que bucean por los diversos abecedarios del pensamiento y por los campos del sentimiento humano. Me entusiasman las sociedades que se afanan por devorar y digerir libros, los ciudadanos que llevan siempre un libro entre las manos, que caminan entre alfabetos de sueños y con la imaginación como horizonte. Necesitamos pueblos libres, con moradores dispuestos al diálogo, capaces de leer los signos de los nuevos tiempos, sin tirar una sola idea al fuego. El buen bebedor de palabras sabe leer entre líneas, entiende el silencio y comprende la escucha, observa todo lo que le rodea y presta atención al gran libro de la vida, ese que vamos escribiendo todos con todos y que está aún por firmar sus últimas páginas.
Ciertamente, la naturaleza es un inmenso volumen que siempre está abierto a las miradas del alma. Es un libro del que uno se cautiva nada más traspasar los labios de la relación, uno se enamora de cada sonido impreso, de cada biografía escrita en un rincón apartado de cualquier esquina, porque realmente no sólo se puede acompañar la soledad con historias, también se acaricia con la voz callada y con los actos del corazón. Este es el patrimonio que celebramos en el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor (23 de abril). Nos queda todavía mucho camino por descubrir en este mar de aires que nos circunda para asombro de todos nosotros. Tanto es así, que al contacto de una vida con otra vida, todo el mundo se vuelve existencia. Este entregarse, este donarse (a los demás), se cimienta en la unidad del ser humano con la creación. Y es, el libro de nuestra propia vida, el del servicio a la fortaleza del espíritu, el que aún hay que desarrollar como línea de pensamiento y reflexión.
Desde 1996, el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor, que se celebra cada 23 de abril, nos brinda, por consiguiente, la oportunidad de meditar sobre ese libro que todos tenemos pendiente, y que no es otro que el gran libro de la vida, de la vida vivida y de la que nos queda por vivir, la única obra que nos lleva al fomento de la diversidad creadora y creativa, una dimensión que es hoy más necesaria que nunca. Precisamos en el mundo, por tanto, gente de pensamiento profundo, dispuesta a realizar el trabajo más difícil que existe, pero también el más placentero, no en vano pensar -como dijo el inolvidable Goethe- es más interesante que saber, pero menos atrayente que mirar.
Todos tenemos que vernos autorretratados en el gran libro de la vida, del que no podemos arrancar un página, porque es nuestra propia savia la que camina por sus hojas, penetrando en nuestra conciencia creativa. Sabemos que nada de lo que germina en este planeta tiene un valor perpetuo, sin embargo pensamos que somos los grandes sabios de la naturaleza, que todo lo podemos inventar y reinventar, y a pesar de tanto futuro por delante que nos hemos labrado, a mi juicio suspendemos en otro de los libros de cabecera, el de la humanidad que, ligado al de la vida, se complementan. Por eso, el ser humano tiene que establecer un final para la guerra antes de que ésta establezca un fin para la humanidad. Movilícense, pues, los autores de metáforas y los novelistas de relatos, para poner en todos los escaparates del mundo, la mejor obra ética humana que podemos ofrecer: la conciencia colectiva al unísono como estética de luz.