Enero en Madrid. Hace mucho frío. Pocos están dispuestos a abandonar el clima perfecto del coche… Pero hemos llegado. Ahí están ellos, a la puerta, en el frío, esperando…
A unos metros de la Catedral de la Almudena se enclava este pequeño edificio que algunos llaman la Casa del pobre. Un viejo inmueble remodelado y adaptado para acoger a los sin-techo, a los sin-calefacción, a los sin-cariño, a los sin-dinero, a quienes día tras día recorren la ciudad en busca de la supervivencia.
El albergue no exige papeles de ningún tipo a quien quiere pasar ahí la noche. Sólo funciona durante el invierno. Cuando el frío comienza a ceder, ellos prefieren dormir por las calles.
Llegamos sobre las 10 de la noche. Nos recibe una de las encargadas de la casa. Atareada y amable a la vez, nos muestra el segundo piso. Después nos baja al comedor-dormitorio que también tiene un tercer uso: pronto se celebrará una misa, como muchas noches del invierno, para todo el que se apunte.
Ellos, los sin-todo, esperan fuera al sacerdote que fundó la casa. Un padre joven, con lentes, en sandalias, con camisa clerical y un suéter azul marino con muchos inviernos encima. Llega, nos saluda bondadosamente. Se comienza a preparar la misa. Dos o tres mesas bajas y largas, encimadas, hacen de altar; el resto de las mesas se disponen como bancas. Aquello comienza a llenarse. Jóvenes y ancianos. No cristianos y cristianos. Sanos y enfermos. Ayudados y ayudantes. Rasurados y desaliñados. Extranjeros y españoles. Legales e ilegales. Locos y cuerdos, sin que nadie pueda a ciencia cierta distinguirlos…
El celebrante, muy metido en el misterio, sin despegar los pies de este mundo. Se canta, se ora, se escucha. Quien puede y quiere recibe la Eucaristía.
Más tarde, los voluntarios repartirán una sopa caliente y galletas. Mientras tanto, se desmonta la iglesia provisional que, en un par de minutos, se convierte de nuevo en dormitorio. Las camas no son sino aquellas mesas que sirvieron de bancas. Miden unos dos metros por 80 cm. Encima de ellas, unas esteras cumplen la función de colchón. Se reparten mantas. En los extremos del dormitorio se sobreponen unas mesas sobre otras. Con estas “literas”, se aprovecha más el espacio y se intenta lograr que todos alcancen “cama”, lo cual no siempre se consigue.
Unos son rápidos: se toman la sopa, apartan una cama y se tiran en ella. Otros tardan más: te saludan, hablan contigo, te cuentan lo suyo.
Nosotros nos fuimos. Ahí se quedaron los huéspedes, los encargados voluntarios de la casa y aquel sacerdote. Uno de los encargados, años atrás había venido a buscar un sitio para dormir.
El Papa Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est dice que “el programa del cristiano —el programa del buen samaritano, el programa de Jesús— es un « corazón que ve ». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia”.
Seguro que donde vives o trabajas tú, hay algún rincón donde se necesita amor. ¿Qué esperas?