Benedicto XVI es un hombre de luz. Hasta en su renuncia se percibe la sensatez y, por ende, una novísima enseñanza, que no será la última. Ya no se ve en condiciones de desempeñar el ministerio petrino, con el tesón que este requiere, y opta libremente por retirarse. Lo hará en silencio para mejor favorecer el recogimiento, la escucha del Creador y, entrar así, en perenne meditación. Se recluirá en un espacio cerrado, pero abierto a la luz de la vida. Sólo desde estos miradores de paz es posible reencontrar la visión espiritual que el alma necesita. A veces andamos demasiado cegados por las cosas de la tierra y es fundamental dirigir la mirada hacia nuestras habitaciones íntimas, hacia las cosas que nos sosiegan interiormente, nos calman y tranquilizan.
Nosotros mismos, precisamos, quizás más que nunca, en medio de la palabrería de nuestro tiempo y de la ordinariez ambiental que nos deja sin aire, interrogarnos y escuchar el corazón. A mi juicio es vital cuidar el silencio. Sólo así podemos percibir el susurro de una brisa suave y el abecedario del camino. Tenemos que hacer presentes las palabras esenciales en nuestro caminar, que son aquellas que nos llenan y que nos liberen de ataduras. Recordemos que las palabras de Jesús surgieron en su silencio en la montaña, como dice la Escritura, en su estar con el Padre (en silencio). Sin duda, el teólogo Joseph Ratzinger sabe que el silencio y la contemplación le aguardan. Me da la sensación que lo desea como nunca, en un momento como el actual, desbordado por los ruidos. Al fin y al cabo, todos necesitamos reflexionar sobre todos.
Benedicto XVI, tras haber orado durante mucho tiempo y haber examinado su conciencia ante Dios, decide cambiar las loas y también las críticas de un mundo al que le cuesta discernir lo importante de lo accesorio de esta vida, por el silencio entretejido de oración constante, llena de confianza, que él mismo ya meditó, en su visita pastoral al Pontificio Santuario de Pompeya, al rezo del Santo Rosario: «De forma análoga a lo que sucede con los Salmos cuando se reza la liturgia de las Horas, el silencio aflora a través de las palabras y las frases, no como un vacío, sino como una presencia de sentido último que trasciende las palabras mismas y juntamente con ellas habla al corazón». Será, bajo ese manto de soledades y silencios vividos y compartidos de liturgias, en el que más lo vamos a recordar, por su comportamiento colmado de coherencia viva.
Su actitud de renuncia meditada, cuando las fuerzas físicas empiezan a declinar, es todo un ejemplo de rectitud. Va a estar en otra misión, tal vez más silenciosa o más silenciada, ayudándonos a profundizar en las cosas invisibles, en las cosas del alma, incluso sin tener que ofrecer demasiadas explicaciones, en ocasiones los gestos dicen más que los lenguajes. Pienso que tenemos que recuperar el clima de silencio. Lo hemos perdido o nos lo han invadido. La crisis de interioridad que sufrimos, esencialmente, es fruto de un estilo de vida que no favorece para nada la capacidad de recogimiento y una mayor apertura del espíritu. Como también dijo el teólogo Joseph Ratzinger, «seamos honrados: hoy hay una hipertrofia del hombre exterior y un debilitamiento preocupante de su energía interior». Está claro que, sin esa interioridad, el ser humano se encuentra sin alma, carece de raíces y de entrañas, es como un cuerpo frío que no siente.
Dicen la inmensa mayoría de analistas religiosos que Benedicto XVI deja la cátedra de Pedro con la misma humildad con la que llegó, yo añadiría que también la abandona sereno y en paz consigo mismo, deseoso de adentrarse y ocultarse con Cristo en el profundo silencio de un claustro. Caminando -como dijo el poeta- se abren caminos; pero cultivando el silencio también se abren las ventanas del alma que nos acercan a Dios.