Reflexión dominical para el 28 de abril de 2013
Con relativa frecuencia la Iglesia nos repite las verdades y mandamientos fundamentales de nuestra fe para recordarnos que no se trata de conocerlos sino de vivirlos.
Esto es lo que hace precisamente en este quinto domingo de Pascua y nos lo dice en el verso aleluyático:
“Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado”.
Aquello de “amar al prójimo como a sí mismo” debió quedar (al menos así es el plan de Dios) en el Antiguo Testamento.
La exigencia de Jesucristo, nuestro Maestro, es mucho más fuerte de manera que el modelo que imitar ya no es uno mismo sino Jesucristo: “ámense como yo os he amado”.
Por supuesto que no es nada fácil, ni siquiera posible, pero no es para desanimarnos sino para pedirnos un esfuerzo continuo por superarnos en el amor.
Este amor debe traducirse en una entrega a Dios en el prójimo, de otra manera sería falso, no sería amor cristiano.
Son muchas las manifestaciones de este amor que nos pide Jesús: dar de comer, dar de beber, acoger al peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos, etc.
Pero de todas maneras, es preciso tener en cuenta que, el don más grande que podemos dar a otros es evangelizarlos.
Debemos preguntarnos de una manera especial en este tiempo en que recordamos todo lo que Jesús muerto y resucitado ha hecho por nosotros.
¿Podemos decir de verdad que hemos estrenado ya este amor en nuestra vida?
Es fácil encontrar la respuesta: si nuestro corazón está siempre lleno de gozo, es porque amamos de verdad. Por eso es preciso que si, hablando sinceramente ante Dios, nos damos cuenta de que no hemos estrenado el amor, ya es hora de hacerlo.
La primera lectura nos habla del apostolado de Pablo y Bernabé. Han evangelizado por distintos lugares, han organizado la Iglesia y regresan a su comunidad y “al llegar reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe”.
Una manera de manifestar la unidad en la vida comunitaria es precisamente compartir con los demás lo que se ha hecho en el apostolado, respaldados por el amor y la oración de los otros hermanos de la comunidad.
El Apocalipsis, por su parte, nos muestra la amistad profunda entre Dios y su Iglesia. Cuenta san Juan cómo “vio a la nueva Jerusalén, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo y escuchó la voz que decía: Ésta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos y será su Dios”.
Por eso nuestra lectura termina diciendo que “el que estaba sentado en el trono dijo: Todo lo hago nuevo”.
Es el “amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo”, el que hace nuevas diariamente todas las cosas en su Iglesia.
El Evangelio nos recuerda las palabras que dijo Jesús, en el cenáculo, según el evangelista san Juan: “Ahora es glorificado el hijo del hombre y Dios es glorificado en Él”.
Después, lleno de la ternura con que nos amó hasta dar la vida por nosotros, Jesús abre su corazón y dice: “hijos míos, me queda poco de estar con vosotros”.
Y, precisamente, aprovechando esos momentos de amor y cercanía, les da el gran mandamiento que debemos releer y meditar muchas veces:
“Os doy un mandamiento nuevo: Que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os améis unos a otros”.
Muy corto es el párrafo del evangelio del día. Es que la Iglesia quiere que lo asimilemos podamos salir del templo este domingo repitiendo, bien convencidos de ello: ¡Me voy a amar a todos!
No olvidemos que sólo amando, humanamente de una manera incomprensible, podremos ser testigos del amor de Dios.
Terminamos con estas palabras del Papa Francisco:
“Jesús no tiene hogar, su casa es la gente. Somos nosotros. Su misión es abrir a todos las puertas de Dios, ser la presencia amorosa de Dios”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo