En un servicio de prensa, el vocero oficial del Papa el padre Federico Lombardi afirmó que la Iglesia canoniza a los santos, no a los perfectos. Que todos los santos han tenido defectos y hasta cometido errores, no excluidos los romanos pontífices. Este comentario interesó a los comunicadores y dio la vuelta al mundo con apreciaciones diversas, de sorpresa en su parte mayor.
Lo que para los católicos medianamente formados en su fe es algo conocido y normal, se convirtió en noticia mundial. Esto revela una imagen deformada de la santidad. En tal caso, la Iglesia canonizaría a ángeles y no a seres humanos. Porque, tanto el mundo en el que vivimos, como cada uno de sus habitantes, hombres o mujeres, somos limitados y sometidos a imperfecciones y defectos. En el campo físico y más en el moral. Ya el papa Juan Pablo II había advertido que “la santidad se vive en la historia, y ningún santo está exento de las limitaciones y condicionamientos propios de nuestra humanidad”. ¿Todavía algo más claro? No se nace santo, sino que se llega a serlo mediante el llamado gratuito de Dios y la correspondencia a su gracia. Al canonizar a un hijo suyo, la Iglesia lo propone como modelo a la imitación de sus virtudes, para alabanza de la gracia divina que brilla en él. Celebra el triunfo de la gracia de Dios a pesar de la debilidad de sus hijos. No niega la lucha, pero celebra la victoria. Esta es vocación común a todos los cristianos, hombres y mujeres por igual En esta vocación no existe discriminación.
La extrañeza que causó esta explicación revela no solo desconocimiento de la doctrina expuesta, sino una concepción angelista del cristianismo, más cercana a los herejes docetas, cátaros, pelagianos y congéneres, que a la verdad del Evangelio. Este modo de sentir y vivir la fe evapora el misterio de la encarnación y hace de los cristianos una especie de zombis espiritualistas, etéreos e incontaminados. La imagen sería la de un hombre con sombrilla e impermeable, no mezclado ni solidario con los demás. Una caricatura de cristiano.
La Iglesia de Jesucristo siempre ha acogido en su seno a los pecadores. Por ellos y para ellos está en este mundo. No se atrevería a hacerlo si no hubiera Jesucristo definido en estos términos su misión. Es santa por su fundador y por la gracia que la adorna, pero solidaria con los pecadores. En la Iglesia todos decimos: “Yo confieso que he pecado mucho…”. La Iglesia es el único grupo humano que se confiesa pecador, que pide perdón por sus pecados y que ofrece el perdón de Dios. Ninguna otra autoridad se ha atrevido a hacerlo ni lo hará. Los Estados ofrecen tribunales de justicia, siempre defectible y defectuosa, pero no misericordia. Ésta es atributo y privilegio de Dios y de su Iglesia. Los que no la disfrutan, rehúsan la oferta e ignoran la demanda. Es gracia infinita saber pedir perdón.
Ante los pecados y faltas ajenas sólo vale el ejemplo de Jesucristo. La Iglesia quiere ser su prolongación. Jesucristo no se escandalizó del pecado, sino que ofreció misericordia al pecador y le pidió el cambio del corazón. Por eso, el santo no se escandaliza del pecado, sino que lo comprende y busca la conversión. El perverso, lo aplaude porque le es connatural. El fariseo lo condena y el mediocre se escandaliza. Celebrar escándalos y repartir condenas como se acostumbra coloca a sus autores no más allá del fariseísmo y de la mediocridad.
+ Mario De Gasperín Gasperín