Si la Iglesia nace del Corazón de Cristo y vive y camina desde la fe, la esperanza y el amor.
Si la Iglesia se nutre cada día de la Eucaristía, que es su origen y que da fuerzas a todos y a cada uno de sus miembros.
Si la Iglesia está compuesta por santos y pecadores, por trigo y cizaña, por heroísmo y cobardía, por generosidad y pequeñez de espíritu.
Si la Iglesia conserva un tesoro que viene de Dios y que sirve para iluminar los corazones que quieran acogerlo con humildad y confianza.
Si la Iglesia tiene a la Virgen María como su Madre, ejemplo y modelo de todo creyente, humilde sierva del Señor y estrella de la mañana que anuncia el nuevo día.
Si la Iglesia sufre en tantos miles y miles de bautizados que son perseguidos por su fidelidad a Cristo y por su deseo sincero de vivir el Evangelio.
Si la Iglesia brilla de luz desde tantos corazones que día tras día buscan escuchar al Papa y a los obispos cuando enseñan la fe y nos indican el camino estrecho que lleva a la Patria celestial.
Si la Iglesia celebra e invoca la misericordia en el sacramento del perdón, al que acudimos quienes hemos caído en el pecado pero luego hemos confiado en la bondad salvadora de Dios.
Si la Iglesia es eso y mucho más, vale la pena trabajar por Ella y desde Ella. Lo haremos como hijos fieles, como soldados de Cristo, como redimidos por una Sangre que grita más que la de Abel.
Alimentados por el Pan de la Vida, nos toca poner la mano en el arado, mirar a Aquel al que traspasaron, y trabajar por la Iglesia, con humildad, con alegría, y con un corazón grande y lleno de esperanza.