Hablar del cielo y hablar del infierno nos permite pensar en un futuro que depende de la acogida de la misericordia, del esfuerzo por caminar según el Evangelio. Porque sólo llegan al cielo quienes han creído, se han dejado purificar por Cristo, y han vivido el mandamiento del amor. Y porque irán condenados al infierno quienes han rechazado la salvación y han vivido sin amar.
El cuadro queda incompleto cuando no tenemos presente el purgatorio. Si ya en nuestros días, en contra del Evangelio y de la fe de la Iglesia, muchos niegan la existencia del infierno, como si el cielo fuese el destino obligatorio para todos, muchos otros parecen dejar al purgatorio en el mundo del olvido.
Basta con constatar cómo se habla tras la muerte de un ser cercano, incluso en la homilía de algunos funerales, como si toda la vida del difunto hubiera sido perfecta, y como si no hubiera la menor duda de que ya estaría en el cielo. De este modo, además de pronunciarse sobre algo que sólo Dios conoce plenamente, se corre el riesgo de olvidar la importancia de las oraciones por quienes han fallecido, muchos de los cuales necesitan ayuda para ser acogidos, tras un breve purgatorio, en el cielo.
Sin embargo, la doctrina católica sobre el purgatorio es clara y sólida, pues está apoyada por la Escritura, la Tradición y diversos documentos del Magisterio.
En el “Catecismo de la Iglesia Católica” (nn. 1030-1032) se recogen algunos elementos básicos sobre el tema del purgatorio, con citas de la Biblia, los Padres y documentos magisteriales. De un modo sintético, el purgatorio es visto como la “purificación final de los elegidos” (n. 1031), una purificación que es necesaria para poder entrar en la vida eterna.
En la segunda encíclica publicada por Benedicto XVI, que habla del tema de la esperanza, hay una parte dedicada precisamente al purgatorio. Tras exponer la diferencia entre quienes son condenados y quienes pasan directamente de esta vida al cielo, el Papa explicaba cómo muchos seres humanos, aunque opten fundamentalmente por el bien, han sido marcados por opciones hacia el mal, lo cual deja huella en la propia alma. Por lo mismo, esas almas, tras la muerte, entran en el purgatorio, donde son purificadas en vistas al encuentro definitivo con Cristo Salvador (cf. “Spe salvi”, nn. 45-48).
Es importante, por lo tanto, tener presente el purgatorio. Hay que trabajar, desde luego, por extirpar el pecado de la propia vida. Al mismo tiempo, necesitamos recordar una importante obra de misericordia: rezar por los difuntos que puedan estar en el purgatorio, para suplicar a Dios que haga más breve el tiempo de su purificación. Conseguirán así un pronto encuentro con Cristo, con la Virgen María y con los santos que ya han triunfado gracias a la Sangre del Cordero.