Queremos vivir la caridad, ayudar a otros, invertir nuestra vida en el servicio, la escucha, la limosna.
El deseo de amar nos saca de nosotros mismos y nos invita a emplear tiempo, dinero, energías, para dar.
Vivimos así un primer paso hacia la caridad. Pero podemos da un paso ulterior, más profundo, más completo, más hermoso: centrarlo todo en mi hermano, porque en él está presente Cristo.
Es cierto que el deseo de darme ya es muy positivo. Pero a veces se trata de un deseo centrado en mí mismo: “yo quiero, yo deseo, yo busco, yo me enriquezco… si doy una limosna al pobre, si acompaño a un anciano, si visito a un enfermo…”
“Yo… yo… yo…” En realidad, la caridad verdadera rompe con el “yo” y nos lanza al “tú”, al “otro”.
No me preocupo entonces simplemente por lo que “yo” pueda hacer por mi hermano. Desde ahora, mi hermano es el centro, mi deseo es su bien, mi mente y mi corazón están orientados a lo que necesita, a lo que suplica, a lo que espera.
Cuando vivimos así la caridad, entramos en pleno contacto con el modo de amar de Cristo, que no vino a ser servido, sino a servir (cf. Mc 10,45). Su entrega fue tan completa que se anonadó, se vació de sí mismo, y así nos enriqueció por encima de toda medida (cf. Flp 2).
Esa es la auténtica caridad cristiana: no busco “hacer algo” por otros, sino que descubro en el otro el verdadero centro. Para vivir así, basta con dejarme llevar por el amor que Cristo le tiene para entregarme por completo a su servicio.