Un mal ejemplo escandaliza, desanima, confunde. Un buen ejemplo fortalece, ilumina, empuja hacia la virtud.
En el camino de la vida encontramos malos y buenos ejemplos. Los primeros provocan en el corazón un sentimiento de tristeza; en ocasiones, por desgracia, llevan a algunos a abandonar la lucha y a iniciar un camino de pecado. Los segundos, alegran y estimulan hacia el bien, sobre todo cuando sacuden la propia conciencia y nos obligan a dar un fuerte golpe de timón.
La mirada no solo va hacia afuera, sino hacia uno mismo: ¿qué ejemplos doy a quienes están cerca o lejos de mí? ¿Impulso hacia el bien, o escandalizo a los más vulnerables?
Desde luego, no basta con actuar simplemente para dar buen ejemplo. La vida ética no se mantiene en pie porque otros nos miran. Lo importante es tener convicciones sanas, corazones magnánimos, mentes abierta a Dios y a los demás, conciencias despiertas y bien formadas.
Si acogemos como principio fundamental de nuestros actos entregarnos por entero a Dios y a los demás, nuestra vida brillará de un modo particular y se convertirá en fuente de ejemplos que arrastran hacia la virtud.
En un mundo de oscuridades y de antitestimonios, hacen falta santos cercanos y fieles, ejemplos vivos de la belleza del Evangelio. Esos santos, es necesario reconocerlo, surgen cuando hombres y mujeres acogen la gracia y toman muy en serio la llamada de Cristo a la conversión y al amor hasta darlo todo por los hermanos.