Puede parecer una resolución entre otras muchas: el parlamento francés declaró, a finales de noviembre de 2014, que el aborto debe ser considerado como un “derecho fundamental”.
Pero la resolución refleja un proceso que en algunos lugares está al inicio, y que en otros está “muy avanzado”: el que permite pasar del aborto visto como algo despenalizado hacia el aborto considerado como un “derecho”. No faltará algún día (aunque en realidad ya ocurre en un país muy importante del Extremo Oriente) en que el aborto se convierta en una obligación…
Porque si un parlamento, como acaba de ocurrir en Francia, declara que el aborto ha de ser considerado como un derecho fundamental, se está afirmando que existe el deber, por parte de las autoridades, de garantizar el ejercicio de ese derecho. El problema está en lo que ocurre en cada aborto: ¿es que puede ser considerado un derecho suprimir vidas humanas en sus primeras fases de desarrollo?
Lo ocurrido en Francia, y lo que ocurre cada vez que el aborto avanza hacia un mayor reconocimiento jurídico, es sumamente grave, porque implica que un acto orientado a destruir la vida de un hijo se ha convertido en algo no sólo normal, sino protegido por la ley.
A pesar de los votos o de las estadísticas, nunca podrá ser justa una ley que permita y tutele un delito como si fuera un derecho. En ese sentido, conservan toda su actualidad las palabras con las que Juan Pablo II denunció a quienes buscan hacer pasar, con leyes inicuas, lo que son delitos como si fueran derechos (cf. encíclica “Evangelium vitae” n. 18).
Ante la resolución francesa, Carlo Cardia, un jurista y profesor universitario de Italia, comentaba a la Radio Vaticana: “hablar del aborto como ‘derecho fundamental’ quiere decir negar el derecho a la vida, que está a la base de todas las convenciones y declaraciones internacionales sobre los derechos humanos, comenzando por la Declaración Universal de 1948” (Radio Vaticana, Radiogiornale, 28-11-2014).
Negar un derecho fundamental, como el derecho a la vida, implica herir de muerte las bases de cualquier sistema jurídico y de cualquier Estado que pretenda alcanzar un mínimo de justicia. En Francia el parlamento ha dado un paso más hacia la “cultura de la muerte” (así la llamaba Juan Pablo II) o hacia la cultura del descarte (como denuncia el papa Francisco).
Resulta necesario reaccionar con firmeza ante un hecho tan grave, porque solamente un Estado tendrá garantías de salud cuando las leyes de ese mismo Estado tutelen la vida de todos sus miembros, antes y después del parto.