Jesucristo nos enseñó a pedir al Padre que no nos deje caer en la tentación y que nos libre del Mal. El Mal es el Maligno en persona, Satanás. Esta petición contrasta con la experiencia de Jesucristo, que fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el Diablo. La tentación que pide al Padre evitarnos, Jesucristo acepta padecerla. Se esconde aquí una grande lección, un misterio.
A nadie le gusta ser sometido a prueba. Mucho menos verse expuesto a la tentación, sea cual sea. La Sagrada Escritura, a la que cita Jesús durante las tentaciones, nos da la pauta para entender esta realidad misteriosa y cotidiana, de la cual preferimos no hablar, pero que debemos padecer. Jesucristo la sufrió, y de ella nos habló con claridad. Aprendamos la lección.
Ningún personaje de la Biblia escapa de ser sometido a prueba, de ser tentado. La tentación es una prueba que sigue ordinariamente a un don, a una promesa de Dios. Dios promete a Abraham hacerlo padre de una multitud de pueblos, y a su descendencia la bendición para el mundo entero. En dramático contraste con la promesa, Dios le pide sacrificar a su hijo único, el heredero. Dios probó la fe de Abraham y, superada la prueba, le cumplió la promesa. Ahora es “nuestro padre en la fe”. La prueba aquilata el corazón de Abraham y Dios puede fiarse de él.
Dios hizo una alianza con Israel en el Sinaí. Le dio leyes y preceptos que debe observar para ocupar la tierra prometida. Israel tuvo que cruzar el desierto y padecer las pruebas del hambre, la sed, los enemigos, la soledad. No las superó. Murmuró contra Dios y contra Moisés, denigró la tierra prometida, dudó de la bondad de Dios, intentó volver a Egipto y adoró el becerro de oro. Israel mostró tener cerviz de bronce, frente de hierro y corazón de piedra, incapaz de mantenerse fiel a Dios. No escuchó la palabra de Dios, sino la voz de la serpiente, como Adán y Eva en el paraíso. Israel sucumbió a la prueba por su corazón obstinado.
Jesús, el nuevo Adán y el verdadero Israel, se somete a la prueba para salir vencedor de ella. Al darnos su Espíritu nos participa de su victoria contra Satanás. Superó la tentación del Rey mesiánico, planeador y economista, que promete saciar el hambre de la multitud con bienes sólo materiales. “Prometen cambiar las piedras en pan y sólo dan piedras en lugar de pan”, dice el Papa Benedicto, y promueven una “economía que mata”, remata el Papa Francisco. Una economía que ignora a Dios se vuelve contra el hombre, imagen de Dios. La tentación del Mesías religioso y milagrero, que ofrece salud y bienestar a base de gestos espectaculares, poderes preternaturales y tecnologías avanzadas. Su Dios no es para servirlo y adorarlo, sino para servirse de él. Es un Dios complaciente y tolerante y una religión sin sacrificio y sin compromiso, que anestesia la conciencia. No libera al pueblo, sino que lo somete, porque no deja a Dios ser Dios. La última tentación es la del Mesianismo político, del gobernante benefactor, que se cree dueño y señor de todo y de todos. El perdonavidas. No busca servir, sino servidores y aplaudidores. Es un camuflaje del mismo Satanás. Es la Serpiente del paraíso, la que prometió a Jesús los reinos del mundo y la que a nosotros nos tienta y pide servidumbre. Dios crea libertad, Satanás impone la esclavitud. La Cuaresma es tiempo para ver a quién llevamos en el corazón.
+ Mario De Gasperín Gasperín