Convertirse implica un cambio. Se deja un modo de pensar y de actuar para así empezar una vida nueva.
El cristianismo lleva desde su nacimiento la llamada del mismo Cristo a la conversión: “Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado” (Mt 4,17). “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15).
¿Por qué Cristo invita a la conversión? Porque lo más importante para cualquier ser humano es salir de las tinieblas y encontrar la verdad. Esa Verdad coincide con el mismo Jesús: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6).
En el fondo de esa invitación al cambio está el Amor: Dios ama a cada hombre, a cada mujer, y ofrece a todos un camino maravilloso para ser felices, en esta tierra y en el cielo eterno. Ese camino se concreta en la Iglesia católica, en cuanto fundada por el mismo Maestro.
Si un católico está convencido de la belleza de su fe, y si tiene un corazón grande y generoso, deseará convertirse y deseará también que muchos otros lleguen a conocer y amar a Cristo. Es decir, deseará la conversión de todos los que necesitan a Cristo, que vino para “iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,79).
Por eso, querer la conversión de los demás es desearles un regalo maravilloso, lo mejor que pueden alcanzar. No hay algo más grande, para la propia vida y para aquellos a quienes amamos, que dar el paso hacia el gran cambio. Un paso que llena el corazón de alegría, esa alegría que nace de la certeza de quien sabe que Cristo le ama y ha dado su vida por él, por todos (cf. Gal 2,20).