La “dura controversia de las imágenes” que se llevó a cabo en el Imperio Bizantino por más de cien años, causó graves daños a la Iglesia pero propició el II Concilio de Nicea que clarificó admirablemente el sentido y significado del uso de las imágenes en la liturgia y en la piedad de los fieles. Durante los primeros siglos de la iglesia, los cristianos apenas si utilizaron algunas imágenes sencillas para representar a Cristo o algunos misterios de su fe. Generalmente incorporaron signos sepulcrales como el pastor, el olivo, el pez o el ancla para simbolizar a Cristo, la cruz, la vida y la esperanza, pues convivían entre opositores a las imágenes como era el judaísmo y la proliferación de los ídolos del paganismo, expresión de la religión del imperio o del culto familiar. Las decisiones del II Concilio Niceno (787) favorecieron un espléndido florecimiento del arte religioso en sus variadas y múltiples expresiones, produciendo obras maravillosas que no solo exaltan la fe católica sino que dignifican la existencia humana, cualesquiera que sean sus creencias.
La doctrina católica asumió en el II Concilio Niceno la fórmula famosa de san Basilio: “El honor tributado a la imagen va dirigido a quien representa”. No es a la imagen por sí misma, sino a la persona representada, a quien se rinde culto. Todo culto cristiano va dirigido siempre a una persona, no a los objetos como tales, ni a sus autores como sería el caso del “arte por el arte”. No. El punto central en esta doctrina es el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. El hecho inaudito de que el Hijo eterno de Dios haya tomado nuestra carne mortal, es fundamental e insoslayable. Allí, en esa carne humana, está presente la divinidad, la persona divina, actuante entre nosotros. Sin esa carne mortal no nos hubiera redimido. Esta unión inseparable de la divinidad con la humanidad es la clave de nuestra salvación. Cristo es la imagen visible del Dios invisible. Quien niega la legitimidad de las imágenes, niega, en último término, el misterio de la encarnación.
Superado el problema teológico queda el pastoral y cultural, que consiste en la sabiduría de los pastores y la capacidad de los artistas para expresar el misterio mediante su arte y entendimiento. Las iglesias orientales desarrollaron un arte singular, el icono, que invita siempre a contemplar el misterio. El icono es imagen que trasciende la materialidad y abre una puerta a la eternidad. Sólo el creyente y contemplativo es capaz de desarrollar este arte. En occidente se siguieron otros cánones, igualmente válidos, aunque siempre expuestos a la manipulación, comercialización y mal gusto. Los grandes artistas fueron, por lo general, profundos conocedores de su fe y sinceros practicantes. Los echamos de menos.
La Iglesia católica no está casada con ninguna expresión artística particular. Lo que no puede permitir es que se introduzcan en sus templos, en su liturgia y en la piedad de los fieles, imágenes distorsionadas, de mal gusto y hasta blasfemas. La renovación litúrgica propuesta por el Concilio Vaticano Segundo ha propiciado un cambio significativo en los ritos, vestiduras, configuración de altares, templos e imágenes, que ha tenido repercusión en la piedad, en la espiritualidad y vida cristiana. La educación artística de los pastores y de los fieles ha sido más bien escasa, y se ha dejado a la iniciativa (gusto) personal y cuasi privada, lo cual ha afectado no sólo el culto en Espíritu y en Verdad que exige Jesucristo para su Padre, sino opacado la belleza y el buen gusto, asunto nada menor.
+ Mario De Gasperín Gasperín