Nos duelen las noticias que desvelan cómo cientos de personas mueren por causas evitables: por culpa de mercaderes que prometen a tantos desesperados viajes de esperanza en barcos miserables; por guerras absurdas alimentadas con el tráfico de armas; por hambres y sequías provocadas por gobiernos ineficientes y por conflictos endémicos.
Entre esas causas evitables, hay una a la que muchos se han acostumbrado: los centros o “clínicas” donde cada día son eliminados decenas, quizá centenas, de hijos en el seno de sus madres.
Hay muchas periferias olvidadas en nuestro mundo. Una de ellas está muy cerca de nosotros. Es la del aborto que ha sido aceptado y domesticado desde leyes inicuas que han declarado como “derecho” lo que es simplemente un delito, según una denuncia firme pronunciada hace años por Juan Pablo II.
Por eso, mientras criticamos catástrofes y desgracias que con medios y dinero pueden ser evitadas, también hemos de tener el valor de mirar de frente ese fenómeno del aborto que tanto daño hace cada año a millones de seres humanos inocentes.
No podemos vivir con la mirada indiferente ante uno de los mayores dramas de la historia. El fenómeno del aborto, con su difusión masiva en tantos lugares del planeta, necesita ser denunciado y puesto ante los ojos de todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
Sólo si tomamos conciencia de lo que pasa en cada aborto, seremos capaces de revitalizar aquel deseo de san Juan Pablo II: “una movilización general de las conciencias y un esfuerzo ético común, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida” (encíclica “Evangelium vitae” n. 95).
Entonces habrá más voluntarios a favor de la vida y más ayudas concretas a las mujeres que sufren presiones para abortar o que necesitan manos amigas durante los meses de embarazo. Así serán librados de la muerte millones de hijos que, gracias a su nacimiento, embellecerán nuestro planeta con su mirada y su gratitud por haber sido apoyados y protegidos en el gran don de la vida.