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La historia de Babel ¿un castigo divino?

“Construyamos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta los cielos y hagámonos un nombre famoso para que no seamos dispersados por toda la tierra” (Gen 11,4).

Así es. Querían ser conocidos. Querían que su nombre fuera recordado. Querían estar en un mismo lugar. Se proponen construir una torre tan alta que llegue hasta el cielo. A Dios le enfada lo que hacen. Decide intervenir confundiendo sus idiomas para que fracase la tarea. ¡Castigo divino!

Probablemente fue lo que aprendimos en el catecismo. Si no, seguramente hemos escuchado que el episodio de la “Torre de Babel” ilustra la justicia de Dios que da una lección a los hombres que se habían llenado de orgullo haciendo esta imponente construcción. Sin embargo, en los últimos años, varios especialistas se han cuestionado sobre lo acertado de tal interpretación. Indaguemos, ¿Dios es tan severo como le han pintado?

¿Un pecado?

Ante todo conviene preguntarnos: ¿verdaderamente cometieron un pecado? Hay algunos detalles en la narración que hacen suponer una respuesta negativa. Prestemos atención. Tomemos el caso de Adán y Eva: aquí Dios prohibe comer el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal (Gen 2,16-17; 3,11.17), al transgredir esta orden Dios les expulsa del paraíso. Consideremos también la historia de Caín y Abel: después de matar a su hermano, Dios acusa a Caín, le dice claramente que ha cometido un pecado (Gen 4,6-7).

Contrapongamos estas historias con la de Babel: subrayemos en primer lugar que en esta historia nunca se dice que se haya cometido algún pecado; en segundo lugar, Dios nunca prohibió, ni implícita ni explícitamente, construir una ciudad ni una torre que llegara al cielo, por lo que difícilmente podemos afirmar que la humanidad haya transgredido algún mandamiento.

Otro detalle que hace dudar que en Babel se haya cometido un pecado es la reacción de Dios. Pongámosla en contraste con lo sucedido con Sodoma y Gomorra que fueron completamente destruidas porque se negaron a arrepentir. Nada parecido sucede en Babel. Si el problema era la ciudad y la torre o si Dios hubiera querido castigar una culpa, podría haber arrasado con todo. Pero este no es el caso.

Era un pecado de orgullo, dirá alguno, pues querían llegar al cielo. Podría ser. Pero aquí conviene retomar la opinión de un rabino español, judío muy famoso que vivió del año 1089 al 1164 D.C. de nombre Ibn Ezra que decía: “cuando el texto menciona ‘llegar al cielo’ se trata de una expresión alegórica para referirse a la magnitud de la obra, no debe tomarse al pie de la letra; los constructores no eran ingenuos y sabían que no podían llegar allá”. Las reflexiones de este judío nos hacen dudar sobre tal orgullo en los habitantes de Babel.

Entonces, si tal pecado es inexistente ¿para qué interviene Dios? Algo estaba funcionando mal, pareciera que algo se había desviado de su designio. ¿Qué le preocupa?

Los deseos de la humanidad.

Recordemos que el objetivo de los habitantes de Babel es “hacerse de un nombre” (Gen 11,4). Algunos textos del Antiguo Testamento tocan este tema, por ejemplo: 2 Sam 18,18; Is 54,4-5; Si 40,19. Estudiándolos, podemos deducir que realizar una construcción tan imponente como la de Babel serviría para ser recordado por generaciones, sería equivalente dejar una descendencia; dicho de otra manera, sería una forma de buscar la inmortalidad. Tengamos esto en mente.

El otro objetivo que perseguían era evitar ser dispersados por toda la tierra (Gen 11,4). El problema es que los planes de Dios son opuestos, su intervención cambia las cosas porque al confundir su lengua los dispersa (Gen 11,8). Esto frecuentemente se ve como un castigo, porque la multitud de lenguas y la dispersión son percibidas como negativas. No obstante, dentro del mismo libro del Génesis descubrimos que la dispersión y la multitud de lenguas es un fenómeno natural, pacífico y que no representa ningún problema, al contrario es algo querido por Dios (cf. Gen 9,18-19; 10,5.20), forman parte del plan divino.

Entonces ¿qué traía Dios entre manos?

Habiendo comprendido que los objetivos de los habitantes de Babel eran contrarios a los planes divinos, podemos entender que Dios interviene no para castigar sino para corregir, para poner fin al plan humano de alcanzar la inmortalidad por medio de una construcción espléndida. Es un deseo equivocado querer “hacerse de un nombre” y alcanzar la inmortalidad por sus propios recursos. No existen caminos directos al cielo ni a la eternidad. Para llegar a Dios, sólo hay una camino posible: vivir en este mundo y construir la historia de acuerdo a su plan.

Además, con su intervención, Dios lleva a buen fin su intención de poblar toda la tierra e introducir una diversidad cultural que permita a cada quien desarrollar su propias costumbres y su propia individualidad. De esta manera, Babel más que ser una historia de pecado-castigo, es una narración que encarna un ideal equivocado porque se olvida de la individualidad de los pueblos, lo que tiene el riesgo de anular una característica indeleble de la humanidad: su diversidad y su vocación de “humanidad peregrina”. Parece que a Dios le desagrada la uniformidad y el aglomeramiento; prefiere la diseminación, la disgregación y la variedad.

A nosotros, la historia de Babel debe alertarnos sobre la tentación de permanecer encerrados o acomodados en un mismo lugar. La llamada es para que salgamos, conozcamos culturas, las evangelicemos. En Pentecostés el Espíritu Santo descendió y todos se entendían a pesar de hablar múltiples lenguas; que este mismo Espíritu nos permita hablar el idioma de Dios para que podamos entendernos y respetarnos, que nos permita seguir hablando de Jesucristo a todas las naciones.