El viaje del Papa a Cuba ha quedado marcado por un pensamiento: servir al otro es el acto que nos renueva y que muda las sociedades desde su interior. Esta es la propuesta política más revolucionaria que se puede hacer, y de la que cabe esperar la renovación no sólo de la isla, sino de la humanidad.
Porque de la historia podemos aprender que las transformaciones sociales que no han estado orientadas por la idea de servicio sino por luchas de poder más o menos evidentes sólo han acarreado violencia. Los movimientos que se guían por patrones ideológicos consiguen su primacía imponiendo una violencia superior a la que había previamente, porque tal es la mecánica del único camino que conocen hacia la victoria. Pero, ¿qué victoria es ésta que se funda en la persecución, en las armas, en la confrontación y en silenciar las voces de los disidentes? ¿Qué victoria es ésta que antepone nociones temporales y discutibles, que necesariamente serán superadas con el paso del tiempo, a la realidad primera y más evidente, que es la dignidad de la persona humana?
Tomemos esta dirección muy en serio. No se puede identificar el servicio a los demás con una forma de “buenismo” que queda arrinconada ante la fuerza de la represión, ante la capacidad de arrastrar a las masas que tienen esos discursos que son simplones, pero que utilizan técnicas de manipulación muy desarrolladas. No hay otra opción más que elegir entre el servicio, que busca el bien común, o la violencia que obedece, siempre, a los intereses de unos pocos.
Cuba, como México, pero como el mundo entero, se encuentra en un momento crucial que el Papa se ocupa de destacar cada vez que le es posible: cambiar un modelo de relaciones humanas basadas en el interés, que lleva a la disputa, al descarte, a la pobreza y que nos arrastra a la destrucción del planeta, o abrir el horizonte de un bien común compartido en el que prima la solidaridad entre los hermanos que nacemos bajo un mismo sol.