La celebración de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid fue espléndida, como se esperaba. La Iglesia mostró al mundo -a quien quiso verlo y quiere entenderlo-, su rostro alegre y juvenil. “Cristo no quita nada, lo da todo” les había dicho en Colonia, en la jornada anterior, el mismo papa Benedicto XVI, y ahora lo comprobaron los más de un millón de jóvenes que lo acompañaron con fervor. Porque Cristo está vivo y vive en su Iglesia pudo ese encuentro realizarse con esplendor juvenil, reflejo del rostro de Cristo resucitado en medio de los suyos. En adelante estos jóvenes verán el mundo con otros ojos.
Esto es lo que pensamos y decimos los católicos, los que tenemos la inmensa dicha de creer en Cristo y de haberlo encontrado en su Iglesia fundada sobre la roca de Pedro; pero otros, los de afuera, nos mirarán siempre con recelo, nos observarán con desconfianza y nos evalúan según su leal saber y entender. Así, una primera “evaluación” fue la de la cadena televisiva CNN, siempre atenta a lo que nos pasa para intentar situarnos en lo correcto y dirigirnos por la senda del bien. La conductora del programa acudió a sus expertos mexicanos, los llamados “peritos” en asuntos religiosos, titulados no sabemos dónde, pero que ahí están siempre los mismos y diciendo lo mismo de siempre. Querían oír novedades y esperaban un gesto espectacular del papa, que anunciara por ejemplo la venta de los museos vaticanos a un petrolero tejano, o algo así; o que por lo menos silenciara eso del matrimonio entre un hombre y una mujer, cosas tan molestas como el respeto a la vida desde la concepción y otros asuntos por el estilo. Pero no fue así, ni lo iba a hacer así el papa; él vino con una misión y a cumplir con su deber. Ni modo: una decepción más que causa el papa Benedicto a los decepcionados de siempre.
Pero hubo algo que a uno de esos “expertos” en asuntos de iglesia mucho le molestó: el que el papa hablara de Dios. Y le llamó “obsesión” papal. En ese nivel vamos ya del análisis que hace de nosotros el laicismo intransigente. Pero veamos; si obsesión significa insistencia, nuestro vaticanólogo tiene razón. El papa insiste, a tiempo y a destiempo, sobre Dios, sobre la fe en Dios, y sobre la imagen que tenemos de Dios, lo cual no es cosa menor. En efecto, bien podemos decir que creemos en Dios, cuando en lo que en realidad creemos no es sino una falsa imagen de Dios, la que nos hemos forjado según nuestros gustos, conveniencias o prejuicios. Pensando creer en Dios, creemos en nosotros mismos, nos creemos dios y adoramos nuestra propia imagen, un ídolo mondo y lirondo del campante narcisismo.
El tema del verdadero Dios no es obsesión del papa sino centro y meollo de la revelación cristiana y de la fe católica. En su libro sobre Jesús de Nazaret se preguntaba el papa Ratzinger: Al fin de cuentas, “¿qué nos ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, ni un mundo mejor? ¿Qué nos ha traído? La respuesta es muy sencilla: a Dios… Ha traído a Dios: ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo” (Jesús de Nazaret, Vol. 1, cap. 2). Después el papa va explicando en su libro cómo con la fe, la esperanza y la caridad podemos transformar el mundo, como lo han hecho los santos. Es la dureza del corazón humano la que tiene la causa de Dios como en perpetua agonía, pero al final es lo único que permanece y salva.
Estas reflexiones papales no son más que un comentario a lo que Jesús dice en el Evangelio y sirve de portada al catecismo de la Iglesia católica: “Padre,… la vida eterna consiste en que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17.3). El tema de Dios no es obsesión del papa sino mensaje central y esencial del evangelio de Cristo, y será tema obligatorio del próximo sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización. Y a eso fue el papa, a evangelizar. Esto quizá moleste allí donde todavía perdura la dureza del corazón, pero es acogido con alegría y gratitud por quienes tienen la mente y la razón abiertas a la verdad y son capaces de percibir su esplendor. Los jóvenes al oír este mensaje lo aceptaron, aplaudieron y se entusiasmaron. Es vital saber en quién creemos, a quién entregamos el asentimiento de nuestra razón y el afecto de nuestro corazón, no sea que un ídolo perverso nos robe el tesoro más grande que tenemos, nuestra fe.