Llegan por oleadas, golpes y más golpes. La batalla entre el bien y el mal sigue adelante, después de siglos y siglos de victorias y derrotas. Dios y el demonio chocan en una lucha milenaria. En medio de la misma, los humanos…
No es posible vivir siempre oculto en la trinchera. No es de hombres honestos intentar eludir, una y otra vez, la batalla. Ha llegado la hora del combate. Hay que salir de las trincheras.
Cuesta, porque los peligros serán muchos. Cuesta, porque incluso entre los “amigos” hay quienes aconsejan “prudencia”. Pero ante tanto dolor, tanta mentira, tantas traiciones, tanto pecado, llega el momento de tomar el Evangelio para gritarlo desde los terrados.
Surgen las preguntas. ¿Sucumbiremos ante la fuerza despiadada del enemigo? ¿Seremos aplastados por un mundo que aturde y que destroza a quienes dan testimonio de Cristo? ¿Sobreviviremos ante tantas tentaciones?
En ocasiones el miedo corre por nuestras venas. Las fuerzas del diablo son enormes. Los textos del Apocalipsis reflejan un combate cósmico, en el que se dividen los seguidores del Cordero y los adoradores de la bestia.
La hora del combate me pide todo: tiempo y corazón, mente y voluntad, sacrificio y confianza. A pesar de mis limitaciones, de mis derrotas pasadas, de mi timidez, hay que dar el paso hacia adelante.
¿Qué ocurrirá? No lo sé. Queda solo mirar a Cristo y confesarle sin miedo ante los hombres. Apoyado en su Palabra, desde la fuerza de la gracia que me otorga, confiado en la ayuda del Espíritu Santo, hay que dar testimonio.
Entonces será posible repetir el milagro de tantos millones de santos, testigos y mártires del Maestro: la fuerza se manifestará en la debilidad, porque el amor me habrá convertido en un loco por el amor de Cristo (cf. 2Co 12,9-11).