Francisco ha elegido abrir el Año Santo Jubilar de la Misericordia el día 8 de diciembre, cuando se cumplen 50 años del Concilio Vaticano II. No es una casualidad, como ya puso de manifiesto en la bula “Misericordiae Vultus” con la que hizo la convocatoria, sino un intento de mostrarnos que la misericordia es el núcleo de la nueva evangelización por la que tanto abogó el Concilio.
La persona humana sólo puede crecer, expresarse con sinceridad y sentirse libre allí donde no es juzgada. Recuerdo que Pipá, un mendigo de la vida real cuyas desventuras fueron narradas por Leopoldo Alas “Clarín”, explicaba a sus compañeros de penurias que ahora frecuentaba la Iglesia “porque allí se puede alternar”, es decir, que lo habían echado de todos sitios a patadas por ser indigente, pero que en la parroquia de su barrio había una comunidad que lo trataba por primera vez como un hermano, que le prestaba oídos y aceptaba en las conversaciones.
De la misma manera las gentes caminaban durante días enteros para encontrarse con Nicolás de Bari en la ciudad de Myra (actualmente Demre, en Turquía) porque este gran santo acogía sin condiciones, escuchaba y daba aliento, y no castigaba con el pesado plomo del juicio, convirtiendo su corazón (así lo describe su biógrafo, San Metodio de Constantinopla) en un “hospital de desdichas”.
Eso es, exactamente, lo que nos pide el Papa -y que podremos hacer con la gracia de Dios: cobijar el drama del otro con la hospitalidad de nuestra alma sabiendo, dice Francisco, que “la misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona”. ¿Vamos a ser nosotros los que pongamos freno al amor de Dios, los que delimitemos hasta donde puede llegar Su misericordia? Más bien al contrario, lo que queremos hacer es caminar hacia las periferias y abrir nuestras almas para cumplir tanto como nos sea posible el lema de este Jubileo, y ser así “Misericordiosos como el Padre”.