A San Juan Pablo II bien podemos llamarlo el Papa de la Divina Misericordia. A él debemos la carta encíclica “Dios, rico en misericordia” en 1980, y él llamó al II Domingo de Pascua de la “Divina Misericordia”; canonizó a santa Faustina Kowalska, religiosa polaca, y al sacerdote, polaco también, Alberto Chmielowski, apóstol y testigo de la misericordia. En las vísperas de esta celebración fue llamado a la casa del Padre, la casa de la misericordia.
Cuando el Papa Juan Pablo II publicó su encíclica casi pasó desapercibida y a muchos pareció inoportuna. Él mismo, como observador de su tiempo y conocedor del corazón humano, lo advirtió en el prólogo: “La mentalidad contemporánea, quizá en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia”. El hombre moderno ve en la misericordia una debilidad, cuando es signo de la omnipotencia. Así era entonces y también ahora. Nos gloriamos de nuestras conquistas científicas y materiales y hemos descartado a Dios de nuestra vida y de nuestro proyecto de futuro. Hemos sustituido la virtud de la esperanza cristiana por la idea demagógica del progreso, fruto sólo del esfuerzo humano, aunque cada vez constatemos que la casa común se nos está viniendo abajo. No construimos sobre la roca firme de la palabra de Dios, sino sobre nuestras efímeras ideologías.
En su obra “Hermano de nuestro Dios”, Karol Wojtyla, poeta y dramaturgo además de Romano Pontífice, introduce este diálogo entre su personaje llamado “El Desconocido” y el sacerdote ahora nombrado Hermano Alberto, antes el pintor Adán, que no pudo concluir el rostro del Ecce Homo hasta que dejó todo y se volvió pobre entre los pobres. Sólo allí descubrió el rostro de Jesús. El tema del diálogo era: “La fuerza de los pobres, ¿está en su ira guiada y canalizada de manera oportuna o está en la caridad, la solidaridad y el redescubrimiento del radicalismo cristiano?”. ¿Misericordia o Revolución?, en otras palabras. El Desconocido objeta al sacerdote contra la caridad cristiana: “Tu caridad sólo sirve para mantener a la pobre gente en la indigencia, doblemente envilecida, por la miseria y por la caridad”. El Desconocido va posteriormente al refugio de los pobres, y los arenga: “Protéjanse de los apóstoles de la caridad! Son enemigos de ustedes”. Entre tanto, en un rincón, el sacerdote susurra muy despacio: ¡Prueba a ponerte en nuestro lugar!”. Y el coro de los indigentes asiente: “Tú estás lejos de nosotros y nosotros estamos lejos de ti. Mira, nosotros sabemos una sola cosa; quien vive con nosotros sabe todo de nosotros. Los otros no saben nada”. Lo de siempre: lejos del pueblo sólo se hace demagogia.
Este diálogo no es fantasía. Karol Wojtyla conocía el testimonio del pintor Adán, luego convertido en el sacerdote Hermano Alberto, mendigo con los mendigos. El anónimo interlocutor del sacerdote es nada menos que Lenin, el padre del comunismo, cuando estuvo exiliado en Cracovia, y tiene todos los visos de historicidad por las actas de canonización del Santo, llevada a cabo en 1989 por San Juan Pablo II, cuando cayó el Muro de Berlín y el imperio soviético. Entendemos por qué el Papa Juan Pablo II habló de la “revolución de la caridad”, y por qué escribió la carta “Dios, rico en misericordia”. Sabía lo que hacía y lo que decía. El relato completo, referencias y título son de Antonio M. Sicari, O.C.D. en su librito “Los Santos en la Misericordia”, publicado en Ediciones Paulinas.
Mario De Gasperín Gasperín