Se dice que nuestro planeta requiere de «un nuevo paradigma económico», que reconozca «la paridad de los tres pilares del desarrollo sostenible»: el social, el económico y el medioambiental; porque, como ha destacado el Secretario General ( Ban Ki-moon): «juntos definen nuestra felicidad global». Esta contundente afirmación, y a mi manera de ver acertada aseveración, fue realizada durante los encuentros que se llevaron a cabo en la Asamblea General, por iniciativa de Bután, un país que reconoce la supremacía de la felicidad nacional por encima de los ingresos nacionales desde principios de los setenta, cuando adoptó el concepto de un Índice de Felicidad Nacional Bruta para sustituir al más tradicional Producto Interior Bruto (PIB). En cualquier caso, la Asamblea General de Naciones Unidas, el 12 de julio de 2012, decretó el 20 de marzo, Día Internacional de la Felicidad, para reconocer la relevancia de ésta y el bienestar como aspiraciones universales de los seres humanos y la importancia de su inclusión en las políticas de gobierno. También quien suscribe, aprovechando la onomástica, y dado que no es fácil caminar hacia la felicidad plena, apuesta por una mayor concienciación, a través de actividades educativas, para poder acrecentar nuestra humanidad mediante un amor incondicional, más puro y desprendido, observando que cuanto más se da, más le queda a uno.
Ciertamente, vivimos en un mundo cada día más deshumanizado, y por ende más infeliz, pues hemos de saber que el gozo deriva de nuestra generosidad. Muchas personas se pierden las pequeñas alegrías que la vida nos depara cada día, mientras aguardan la gran felicidad que nunca llega como la esperan. Otras buscan la felicidad fuera de sí, como si la placidez estuviera fuera de nosotros, con la consabida frustración que esto conlleva. Tantas veces se nos olvida que la vida es para vivirla a corazón abierto, que en lugar de ir tirando, debemos ir viviendo, o sea creciendo, para conquistar en efecto la felicidad que constituye el anhelo y, asimismo, el tormento de todo ser humano. De ahí deriva la satisfacción de poder experimentar un modo menos egoísta de vivir. Es muy triste ver a una juventud deprimida, harta de vivir, debilitada. También es muy melancólico ver a unos niños sin infancia, o a unos abuelos sin el cariño de nadie. Por desgracia, esta cultura inhumana nos ha atrofiado nuestras venas más sensibles, y apenas tenemos tiempo para sentir nuestros propios latidos que son, en definitiva, los que nos permiten afrontar los grandes desafíos de nuestra propia existencia. Posiblemente deberíamos buscar otras esencias que mejorasen nuestro estilo de vida, más del alma que del cuerpo, más del espíritu, el cual necesita bien poco para digerir los abecedarios del amor. Al fin y al cabo, algo tan humano como amar, conlleva la sencillez de hallar en el bienestar del otro tu oportuna armonía.
Lo armónico es lo que en verdad nos hace sentirnos bien. A mi juicio, tenemos que rescatar el valor de ser felices. Nos lo merecemos, por el simple hecho de vivir. Tal vez, por ello, tengamos que despojarnos de aparentar lo que no somos, y mostrarnos como sí somos. La autenticidad siempre regenera. Tenemos que aprender a ser nosotros mismos. Por cierto, me viene a la memoria la respuesta que dio el Papa Francisco, cuándo le preguntaron si era feliz, y por qué era feliz. La contestación merece, cuando menos ser considerada, para que cada cual reflexione a su modo: «Absolutamente, soy absolutamente feliz. Y soy feliz porque…, no sé por qué… Quizá porque tengo un trabajo, no soy un desempleado, tengo un trabajo, un trabajo de pastor. Soy feliz porque he encontrado mi camino en la vida, y recorrer este camino me hace feliz. Y también es una felicidad tranquila, porque a esta edad no es la misma felicidad de un joven, hay una diferencia. Cierta paz interior, una paz grande, una felicidad que también viene con la edad. Es también un camino que ha tenido siempre problemas; también ahora hay problemas, pero esta felicidad no desaparece con los problemas, no. Ve los problemas, los sufre y después sigue adelante; hace algo para resolverlos, y después avanza a pesar de… los pesares. Pero en lo profundo del corazón reinan esta paz y esta felicidad. Efectivamente, para mí es una gracia de Dios. Es una gran gracia. No es mérito mío». Cuánta verdad en lo que dice y en cómo lo dice. Deberíamos meditar sobre ello. No olvidemos que, cuando todo nace porque sí, también el sueño del amor nos pone en pie y nos invita a ser más de los demás que de nosotros mismos. Con razón se dice que no está la felicidad en vivir, sino en saber amar.
Conscientes, por tanto, de que la búsqueda de la felicidad es un objetivo humano fundamental, como señala la Resolución aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas, el 28 de junio de 2012, y reconociendo la pertenencia de este gozo y del bienestar como objetivos y aspiraciones universales en la vida de los seres humanos de todo el mundo; sin duda, hoy es más necesario que nunca aplicar al crecimiento económico un enfoque más inclusivo, equitativo y equilibrado, para que pueda promoverse verdaderamente el ansiado desarrollo sostenible, la erradicación de la pobreza y el bienestar de todos los pueblos. Hasta ahora no hemos pasado de las buenas intenciones. Si en verdad fuésemos más compasivos y deseáramos la felicidad de los demás como algo propio, estoy convencido que hubiéramos apostado por la felicidad del amor, que es tanto como decir: ocuparse y preocuparse por el otro; pues la prosperidad que suele comprarse, apenas dura nada y se esfuma en un instante, y no en el preciso momento.
Indudablemente, el gozo deriva del amor que se ofrece, máxime en un mundo en el que las crisis humanitarias arrebatan una cantidad cada vez mayor de recursos a las economías, las comunidades y los individuos. Por cada persona que muere en un desastre hay centenares que sufren las consecuencias cuyas necesidades primarias básicas inmediatas es preciso cubrir, tales como alimento, agua, albergue, saneamiento o atención de salud. Sería, en consecuencia, un buen propósito que todos los seres humanos pudieran ser felices, conocieran la alegría de vivir en paz, y que todos pudiéramos, sin exclusión alguna, sentirnos parte de la familia humana. Esta aspiración gozosa viene de lejos, ya figuraba implícitamente en el compromiso asumido en la Carta de las Naciones Unidas de promover la concordia, la justicia, los derechos humanos, el progreso social y un mejor nivel de vida.
Ahora es el momento de propiciar buenas gobernanzas para que se haga realidad el bienestar de toda la familia humana, y no el de unos pocos privilegiados. Hemos de obrar por ese bien colectivo, sabiendo que el efectivo altruismo fomenta la dicha y nos ayudará a construir el futuro que queremos para todos. En todo caso, jamás nos perdamos. Yo para no perderse, sí me lo permite el lector, recomiendo beber a diario la cita del filósofo francés, Auguste Comte, de que «vivir para los demás no es solamente una ley de deber, sino también una ley de felicidad». No se abandone, pues, a otras fisionomías que no injertan tranquilidad. Seamos ejemplo para el mundo con nuestras actitudes de coherencia, que no es otra que un acto constante de amor, que tiene un modelo; la de servir a todo ser humano, como un poeta en guardia permanente.