Una mujer acaba de descubrir el inicio del embarazo. En su seno hay un nuevo ser, pequeño, indefenso, necesitado de todo. ¿Cómo lo llamará, cómo pensará en él?
Quizá alguno le diga: ¡felicidades, ya tienes un embrión! Sería un modo extraño de dirigirse a esa mujer. Lo normal es que le digan: ¡felicidades por tu embarazo, por esperar a un hijo!
No se trata de una simple discusión sobre palabras. Al nuevo ser la biología podrá llamarlo con distintos nombres (zigoto, mórula, blástula, etc.). Para la mujer tiene un nombre muy concreto y relacional: “mi hijo”.
La palabra embrión, ciertamente, es correcta, incluso más precisa. Describe la etapa de desarrollo de la “creatura”. Pero la palabra hijo indica una relación y recuerda la otra parte del binomio: la mujer es madre.
No existe, por lo tanto, una disyuntiva entre embriones e hijos, entre fetos e hijos, entre bebés e hijos. Lo importante es descubrir, en el ser que ha iniciado el camino de la existencia, a alguien muy cercano, tanto que puede ser llamado con un nombre y reconocido como “mi hijo”.
Lo que se dice sobre la mujer-madre vale para el hombre-padre. También él ha cambiado, aunque su cuerpo no se sienta implicado, en primera persona, como ocurre con la madre. Pero no por ello su vida tiene un sabor diferente. Antes era simplemente un hombre. Ahora ha empezado a ser padre.
Hombres y mujeres cambian, por lo tanto, cada vez que inicia un embarazo. Cambian, e inician una aventura, la de la paternidad y la de la maternidad. En cierto modo, repiten la historia, al revés, de lo que ocurrió cuando ellos fueron hijos acogidos por sus respectivos padres.
Mientras tanto, el hijo (embrión) sigue su camino, en medio de transformaciones y de esperanzas, sin darse cuenta de lo que ocurre a su alrededor. Un día abrirá los ojos y verá rostros que le sonríen y que le manifiestan amor. Y otro día, cuando tome conciencia de sí mismo, podrá agradecer a sus padres porque le acogieron en la gran aventura de la existencia humana.