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Dejar para crecer

Las podas duelen. El alma está acostumbrada a un modo de vivir, se apoya en “seguridades” que tranquilizan, en afectos que alegran el corazón. Tema dar pasos hacia lo desconocido y no controlado.

De repente, un corte por lo sano. El teléfono cayó al suelo y perdimos los datos de tantos amigos y conocidos. El libro se perdió en un viaje. El compañero de trabajo nos da la espalda.

También quedan atrás o perdemos apoyos espirituales. La oración deja de ser un momento de consuelo. Incluso los sacramentos parecen difíciles, como si algo se hubiese roto en nuestro corazón.

Los maestros del espíritu hablarán de noche oscura, o de purificación del alma, o de paso de una etapa a la otra. No es fácil aplicar lo que describen los libros a lo que ocurre en el interior de cada uno.

Lo cierto es que hemos dejado atrás una etapa y empezamos algo nuevo. Hay que dejar para crecer. Según la imagen usada tantas veces, la oruga pierde su piel para convertirse primero en crisálida y luego en mariposa.

La mirada no alcanza a ver lo que nos espera en la siguiente etapa. Hay dudas y miedos. Hay una vaga sensación de ir hacia atrás. Hay tentaciones y angustias.

En medio de los cambios, una certeza da serenidad: Dios es fiel, y no puede dejar abandonados a sus hijos. Su palabra es siempre “sí” (cf. 2Cor 1,19).

Es cierto que a veces el Señor prueba a las almas, como el oro en el crisol (cf. Sab 3,6). Pero la prueba es para dejar espacio a una vida espiritual más honda, más llena de amor a Dios y al prójimo.

Ahora que experimento una prueba, puedo simplemente abandonarme. Dios tiene las riendas. Basta con dejarme conducir, y me llevará a prados tranquilos y a fuentes refrescantes de vida eterna…