Descubrir un error causa algo de pena, pero también alegría.
Pena, porque pensábamos que era verdadero lo que era falso, porque constatamos que estábamos engañados.
Alegría, porque resultó posible abrir los ojos al error para avanzar un poco más hacia la verdad.
Es cierto que a veces dejamos un error para caer en otro. A pesar de ello, confiamos en nuestra capacidad de superar engaños y en mejorar un poco.
Corregir los errores supone, en primer lugar, una actitud de sana inconformidad con lo que ahora suponemos como verdadero.
Gracias a esa actitud pondremos en duda esa noticia, ese número, esa aparente simpatía de quien nos declara su amistad de un modo no muy convincente…
En segundo lugar, exige tener algo de tiempo para investigar más a fondo, sobre todo en temas que tienen mayor importancia.
¿Estoy en un error cuando supongo que este político lo hará bien en el poder? ¿Puedo estudiar su programa, analizar su trayectoria, sopesar sus resultados anteriores?
En tercer lugar, corregir los errores implica tener la natural confianza de que la verdad es accesible, también en ámbitos como la medicina, la religión, la filosofía, la bioética.
Desde que el ser humano camina sobre la tierra, deseamos dejar atrás errores que pueden ser muy dañinos y conocer un poco mejor cómo son las cosas.
Es parte de esa inclinación espontánea hacia la verdad de la que hablaba Aristóteles, y de ese esfuerzo de tantos hombres y mujeres que, como Sócrates, saben cuestionarse lo que es inseguro y buscan conocer más a fondo la realidad del mundo en el que vivimos.