Tarea fundamental del ser humano es la formación de su conciencia. Una facultad que no se ejercita, se atrofia; pero si se ejercita mal, se deforma. El ejercicio debe ser de acuerdo y proporcionado a la naturaleza de la facultad y de la persona. Así debe ser la formación de la conciencia moral. El Dios de Israel es un Dios moral y enseñó a su pueblo a practicar el bien y evitar el mal. La Biblia le llama caminar con Dios. Jesucristo nos introdujo hasta el mismo corazón de Dios y nos enseñó a convivir con Él. Necesitamos, para lograrlo, de su ayuda. De los siete dones del Espíritu Santo, cuatro son contra la ignorancia: sabiduría y ciencia, consejo y entendimiento. ¡Así de ignorantes nos dejó el pecado original! Esta misma ignorancia nos impide comprender lo que ignoramos, al grado de pretender enmendarle la plana a Dios. Preferimos las tinieblas a la luz, porque nuestras obras son malas, dice enfático el Evangelio.
Dos son las maneras de deformar la conciencia. La primera consiste en perseguir un ideal bueno y noble, pero sólo en teoría, sin ningún compromiso en la vida real. Bellos discursos, hermosas promesas, gestos externos corteses pero encubridores de egoísmo y propio interés. A estos engañadores profesionales Jesús los llamaba sepulcros blanqueados, ciegos que guían a otros ciegos, hipócritas. Es la conciencia farisaica, que suele anidar en el campo político, religioso e intelectual.
La segunda manera deformadora de la conciencia es la práctica constante del mal, sin recato y sin contrición. Prácticamente ya no existe aquí la conciencia moral, pues está no sólo dormida sino endurecida. Es el cinismo moral, que jura no haber matado ni robado cuando camina sobre un reguero de despojos y de cadáveres. Los grados de perversión moral pueden llegar hasta el satanismo: “Entró en él satanás”, dice de Judas san Juan. No sólo hacen el mal sino que impiden el bien. Hoy se llama corrupción.
La educación de la conciencia principia desde la infancia y dura toda la vida. El niño la aprende en la familia, la acrecienta en la escuela, la moldea en la vida y la educa rectamente con el buen sentido y con la palabra de Dios. Una educación sabia va eliminando los miedos, corrigiendo los prejuicios, proponiendo los valores y las virtudes humanas y cristianas. Así, el individuo se va conociendo a sí mismo, aprende a dominar sus pasiones y trata de conducirse con sabiduría y cordura. El testimonio de los demás, sobre todo el familiar y comunitario, es indispensable. Es el valor de la sana tradición. El deterioro se inicia cuando interviene el estado invasor, ideologizado y manipulador, que prefiere los votantes sumisos y cautivos a los ciudadanos libres y responsables.
Los padres no pueden delegar en otros presuntos educadores su responsabilidad de formar la conciencia moral de sus hijos. Disponen de la sabiduría secular de las religiones, en particular del decálogo de Moisés, perfeccionado por Jesucristo. El Evangelio es el espejo del hombre recto y feliz, fraterno y solidario, llamado a la perfección. Para crecer como ser humano puede recurrir a las Bienaventuranzas y al seguimiento de Jesús. Como somos débiles e incoherentes con nuestras más sólidas convicciones, necesitamos de la oración personal, de la plegaria familiar, de la misa dominical y del auxilio del Espíritu Santo. Siempre habrá más cosas buenas que conocemos y sabemos que las que logramos practicar. La humildad es la virtud no sólo de los fuertes, sino de los sabios. Por eso, el pecador confeso y arrepentido tiene remedio, el corrupto no.
+ Mario De Gasperín Gasperín